Textos

El literal

Desde muy chico, Carlos habló lo mínimo indispensable, manteniendo el resto del tiempo los labios bien apretados para evitar la poco afortunada ingesta de algún insecto volador. Lucía siempre un gesto adusto, excepto en las tardes de tormenta; cuanto más torrencial la lluvia y salvaje el trueno, más amplia era la sonrisa que le iluminaba el semblante. Cuando su madre lo llevaba de visita a otras casas, lo primero que hacía era revisar la cocina, y se sorprendía mucho si no burbujeaba sobre el fuego una gran cacerola de suculentas habas.

Ya adulto, se dedicó a la herrería artística, moldeando intrincadas rejas, barandillas y portones en su fragua. Sin embargo, todos los cuchillos de su casa estaban enteramente tallados en la más ordinaria madera. Más adelante, compró algunas vacas como inversión y se vio obligado a abandonar su taller, ya que insistía en pasar cada minuto del día observándolas pastar, los ojos clavados en sus rumiantes flancos, buscando generar nuevas adiposidades. En las raras ocasiones en que salía a cazar por su campo, buscaba constantemente alcanzar con sus disparos a una pareja de faisanes en forma simultánea, frustrándose cuando (como siempre) sólo lograba dar muerte a ejemplares solitarios.

Nunca se casó. Ninguna de sus contadas novias aceptó restringir su dieta a emparedados de cebolla hervida por el resto de sus días, tal como él les exigía al pedir su mano en matrimonio.

Cuando alguien, demasiado tarde, le dijo que los refranes no eran para tomárselos tan al pie de la letra, Carlos no pudo evitar morirse (bien literalmente) de vergüenza.

Ahí y entonces

En un suburbio relativamente tranquilo al norte de Buenos Aires, un Febrero perezoso araña el mediodía. El sol se escurre, pálido, entre una tenue cortina de nubes deshilachadas, como si pidiera permiso después de varios días de haber desaparecido, esgrimiendo la excusa de aquella tormenta que trajo consigo el viento del sudeste.

El edificio rompe un poco la chatura del barrio, aunque no es muy alto y las curvas suaves que eligieron sus arquitectos lo hacen aparecer casi dócil. Se lo puede abarcar fácilmente con un golpe de vista desde la vereda sin levantar demasiado la cabeza, asomándose entre las ramas de los árboles que se estiran a lo largo de la cuadra.

Si los ventanales que cubren enteramente la fachada no reflejaran tanto el cielo, algún curioso podría espiar el interior de la pequeña oficina que se acomoda en una esquina del tercer piso. Adentro, el olor de las paredes recién pintadas y algunas cajas de cartón apiladas en un rincón dan la impresión de una mudanza reciente. Tres escritorios se desparraman sobre la alfombra color arena, cubiertos de cables enmarañados, monitores que zumban gentilmente y teclados llenos de polvo. El resto del panorama se completa con una pequeña cocina que podría estar más ordenada y algunas sillas vacías, impersonales en su plástico negro y frío cromado.

Sentado frente al único de los escritorios que destella señales de vida (fotografías familiares, papeles desordenados, un café ya frío), el muchacho deja de tipear en su teclado por un instante y se suena los dedos sin desviar la vista de la pantalla. Se lo nota entusiasmado mientras repasa el último párrafo que acaba de escribir, repitiendo para sí las palabras en voz baja. Es que, ya hastiado de sus vagos cuentos atemporales situados siempre en escenarios indistinguibles y brumosos, por fin ha logrado comenzar un relato con una minuciosa descripción del lugar y el momento en que transcurre la acción.

Claro que tanto detalle acerca de ubicaciones espacio-temporales no deja lugar para trama alguna en su obra, que termina casi antes de comenzar, pero eso no parece molestarle en lo más mínimo. Con una media sonrisa colgando de los labios, suspira satisfecho y pone el punto final.

Regusto

Raúl toma un trago de gaseosa dietética y, al principio, no detecta diferencia con el sabor a lima limón de la versión azucarada.

Un parpadeo después, sin embargo, el paladar se le queja en una punzada metálica algo amarga, que casi inmediatamente se transforma en el sabor de ese primer beso, de su piel entre las sábanas, del mar en un Febrero demasiado lejos. Al tragar, se le entremezclan en la garganta todas las lágrimas lloradas desde la noche en que dobló una esquina y nunca jamás volvió a verla.

Raúl, por supuesto, prefiere evitar las gaseosas dietéticas.

El maestro

Y dijo el viejo:

Enamorarse del perfume, del contoneo, del mechón perfecto, de la risa tersa y las caderas apretadas, de la ironía medida, del comentario sagaz y los labios generosos... Enamorarse de todas esas cosas es vulgar, fácil y cualquier idiota puede hacerlo.

Apasionarse por un bostezo, por un ronquido, por un diente asimétrico o un lunar hirsuto, festejar una carcajada de hiena y perderse en una tos húmeda, regodearse en el aliento de la mañana y el almuerzo quemado, adorar cada insufrible estupidez, ahí está el arte, ahí está el compromiso, ahí está el verdadero amor.

Bienaventurados aquellos que se deleitan no en los ocasionales destellos de perfección sino en las terrenales miserias mundanas, porque han encontrado a su alma gemela.

Y los presentes asintieron en silencio, solemnemente, hasta que alguien le asestó al sabio un merecido mamporro en la crisma y la fiesta siguió su curso, sin otras sentenciosas interrupciones que la terminaran de arruinar.

Flor de enciclopedia

(Extraído de la Enciclopedia Botánica Perez Galdós, España, 1964) Las flores de los arbustos del género triusis anteris son conocidas en la península ibérica y a lo largo de Latinoamérica como barquillos del diablo. Otros apelativos populares en el mundo hispanoparlante son corona de Babieca (Costa Rica), bonetiña (Venezuela) y sorbete de Wilson (noroeste de Uruguay).

De vistosos colores que van desde un furioso naranja a un delicado lavanda (de acuerdo a la época del año, las condiciones de los nutrientes del suelo y el daltonismo del observador), los barquillos del diablo gozaron a través de los siglos de un gran prestigio, siendo utilizados no solamente como elementos decorativos sino también para variopintos propósitos alternativos. Por ejemplo, los campesinos de la Andalucía medieval solían secar las flores entre planchas de cuero de cabra y luego molerlas hasta lograr un fino polvo, que utilizaban para sazonar guisos y potajes. Crónicas de la época reseñan el dejo a almendras y salvia que proporcionaba a las comidas, además de sus poderosos efectos estimulantes y alucinatorios, capaces de permitir a sus consumidores trabajar en la cosecha durante más de diecisiete jornadas continuas sin dormir, entonando a todo momento zarzuelas, negro spirituals y (en un alarde de adelanto a la época) baladas de Ricardo Montaner.

Por su parte, los indígenas de las sierras panameñas (que conocieron al barquillo del diablo gracias a los conquistadores que importaron los bulbos desde la vieja Europa) utilizaban un macerado de las flores para calmar los ardores causados por las heridas de lanza y puñal que sufrían durante las constantes escaramuzas que solían suscitarse entre las distintas facciones que se disputaban el poder en su reducida comarca. Los efectos anestésicos eran inmediatos, pero quizás demasiado intensos. Al aplicar el preparado sobre la carne viva, el dolor desaparecía en menos de un segundo; el consiguiente fallecimiento por sobredosis de morfináceos en sangre, lamentablemente, nunca demoraba más de tres o cuatro minutos. De ahí proviene el célebre paralelo entre medicina y muerte de esta zona de Panamá, en donde aún hoy en día todos los farmacéuticos son también funebreros.

Continuar mencionando la infinidad de aplicaciones de esta maravillosa flor sería una tarea casi imposible, pero basten algunos otros ejemplos al azar para ilustrar tan magnífica flexibilidad: la tribu Curitambí Porá de la zona lacustre paraguaya confeccionaba vestidos de gala a partir de sus pétalos trenzados, mientras que los pigmeos amazónicos masticaban los pistilos como anticonceptivo masculino, y por su lado algunos sacerdotes mayas utilizaban el polen como base para la sombra de párpados que lucían en sus célebres misas trasvestidas.

Lamentablemente, la terrible epidemia de gorgojos colorados del año 1937 aniquiló prácticamente todas las plantaciones de barquillos del diablo en el mundo. Los poquísimos ejemplares que aún sobreviven se pueden encontrar en las aceras suburbanas de una turística localidad del sur de la península de la Florida, decorando los frentes de pequeñas tiendas de postales y malvaviscos, y de allí proviene la fotografía con la que se ilustra el presente artículo.

De un tirón

Muy de vez en cuando, me siento y escribo algo de un tirón, despojado de vacilaciones o relecturas, casi sin respirar. Me causa una mediocre mezcla de placer y alivio: las desprolijidades, los horrores gramaticales, la falta de originalidad, el inevitable tedio del lector, todo se justifica con la vorágine imperfecta del impulso.

La mayoría del tiempo, claro está, la situación es muy diferente. Reescribo cien veces la misma oración, intentando toda posible combinación de adjetivos, sustantivos y adverbios. Agonizo interminablemente buscando elegir el tiempo verbal más indicado. Lucho a brazo partido con metáforas y sinonimias, hipérboles y pleonasmos. Paso noches en vela rumiando un título de tres palabras. Por supuesto, toda decisión conlleva la firme sospecha de haber sido equivocada.

Basten como flagrante muestra estos tres enclenques párrafos, que hoy termino de amontonar pero que comenzaron a escribirse allá por marzo del noventa y cuatro. Y confieso avergonzado que, a pesar del tiempo transcurrido, sigo atormentándome con la posición óptima para una dudosa y esquiva coma. Buscando poner fin de una vez a esta tortura, acepto humildemente mi derrota y termino colocándola, como era de esperarse, en el peor lugar posible: ,

Descascarado

Hace unos días, lavándome las manos luego de colocar los platos sucios en el lavavajillas, descubrí que a un costado de mi dedo pulgar derecho se levantaba un pequeño trozo de piel. Al examinar de cerca la herida, noté que por debajo del pellejo no se asomaba la carne viva que era de esperar, sino otra capa de piel, oscura y bruñida. Intenté revelar algo más y comprobé, con más curiosidad que horror, que podía desollarme en largas tiras indoloras. En menos de cinco minutos, con los jirones de mi urbanamente occidental aspecto acumulados a mi alrededor como aserrín, el espejo me devolvía la imagen de un avieso cazador tutsi, de ojos vivaces y grandes manos, experto en atrapar antílopes y cebras en la zona de los grandes lagos africanos.

Esta nueva apariencia resultó tan fácil de desprender como la original. Sucesivos descascaramientos fueron revelando otras encarnaciones ocultas: un campesino griego de principios del siglo veinte, un esquimal muy ducho en el arte de construir cómodos iglúes, un herrero en la selva negra alemana, un pescador de la Polinesia. De hecho, me siento a escribir estas líneas en la piel de un guerrero maya ataviado con sus mejores ropajes de batalla y mancho el teclado con la sangre de un malogrado conquistador europeo.

Tal parece que el encargado de mis resurrecciones resultó ser un vago irrecuperable que prefiere ahorrar tiempo y simplemente pintar por encima, en lugar de lijar a conciencia y arrancar de cero. Será cuestión de resignarme al inevitable destino de un karma berreta.

Best seller

Clara apaga la hornalla sin dejar que el agua llegue a hervir y, con movimientos precisos, llena hasta la mitad la taza en donde un minuto antes había puesto el saquito de té. Camina hacia la mesa del comedor y se sienta muy lentamente en una vieja silla que, de todas maneras, se queja con un crujido suave.

Se arregla con aire distraído un mechón de pelo, atrapándolo detrás de la oreja, y vuelve la vista hacia el frasco de plástico blanco que reposa en la mesa. Cuando lo levanta y lo sacude un poco, el sonido del bailoteo de la única píldora que queda dentro rompe por unos segundos el silencio de ventanas cerradas y gruesas cortinas a su alrededor. Toma la última cápsula en su mano, la abre en dos y vierte el polvo blanco sobre el prolijo montoncito ya acumulado en un retazo de papel plateado. Luego deposita las mitades vacías, una amarilla y otra roja, junto a las otras treinta o cuarenta que se amontonan en un costado de la mesa. Levanta con cuidado el papel de aluminio con el polvo, lo dobla en forma de V y vuelca todos los contenidos en el té, en donde se disuelven con un zumbido apenas perceptible.

Mientras revuelve el humeante preparado, repasa en silencio y por última vez las razones que la llevaron a este momento. Desde muy chica, Clara había estado absolutamente convencida de que su destino inevitable era el de transformarse en una estrella de la literatura, protagonizando una saga de novelas románticas ambientadas a principios del siglo diecinueve en Austria, fruto de la pluma de una escritora muy respetada en el el ambiente artístico pero accesible para el público en general. O, al menos, habría de jugar un papel secundario pero fundamental en una novela clásica de lectura obligada para todo estudiante de letras, pasando a formar parte del inconciente colectivo de miles de lectores alrededor del mundo. De hecho, hasta se hubiera conformado con ser nombrada al pasar en un soneto menor de algún poeta maldito, inmortalizándose en las páginas de oscuras recopilaciones arrumbadas en los rincones de unas pocas bibliotecas.

Sin embargo ahí está, amargamente condenada a que tan sólo los últimos instantes de su vida sean plasmados en mediocre prosa a manos de un aficionado sin talento, en cinco paupérrimos párrafos que nunca nadie recordará. Clara ahoga un sollozo de frustración y vacía la taza en dos tragos rápidos.

Luego se levanta, sale al balcón bañado en las largas sombras de una tarde de otoño y se sienta a esperar.

Inspiración

Mi inspiración, a la que me voy a referir en adelante por su nombre de pila (María Esther), suele tomarse algunos días de vacaciones de tanto en tanto.

Ella se refiere a estos pequeños descansos como "recreos necesarios para recargar las baterías". Yo prefiero llamarlos "ganas de rascarse un rato". Sea como fuere, cuando María Esther entra en uno de estos períodos sabáticos no es de quedarse en casa tirada en el sofá con el control remoto en una mano y algo fresco para tomar en la otra (que es lo que yo haría), sino que se calza unas chancletas, guarda unos pesos en una carterita marrón horrible que carga hace décadas y enfila por la ruta hacia algún destino poco certero.

Cada tanto se pone en contacto conmigo, entusiasmada por algo que ella supone que nos podría llegar a servir. Me llama desde algún teléfono público, siempre por cobrar, y grita:
—¡Hoy vi un amanecer sobre el mar, desde la playa, que merece por lo menos dos poemas cortos y una bachata o son cubano!
—María Esther —le explico con paciencia—, vivimos a cincuenta metros del mar. Vemos amaneceres marinos todos los días. Literalmente.

Otras veces, la comunicación es en forma de telegrama. "Buenas noticias. Stop. Nueva tonalidad de amarillo descubierta. Stop. Buenas posibilidades para pintura o fotografía. Stop. Difícil de describir ahora. Stop. Muchas palabras en telegrama. Stop. Muy caro. Stop. Algo corta de fondos. Stop. Hablamos a la vuelta. Stop. Regar potus. Stop". A su regreso, claro, ya el nuevo color se le olvidó y tanto palabrerío no sirvió de nada. Ni siquiera para salvar al pobre potus.

María Esther también es muy adepta a las postales. Mi favorita es una que mandó hace unos años desde Venecia, Ciudad del Cabo o quizás Río Gallegos (la fotografía está muy oscura y algo fuera de foco). "Conocí un marinero fascinante", escribió en aquella ocasión. "Su obsesión por capturar cierta ballena blanca gigante es digna de una novela". La pobre, que no es muy leída, ni se da por enterada cuando le toman el pelo de esta manera.

De todos modos, ya no me hago mala sangre por lo despistada y poco efectiva que puede resultar esta muchacha. A eso estoy acostumbrado; venimos conviviendo desde hace veintiocho años y hace rato que perdí toda esperanza de que cambie. Lo que sí me tiene preocupado es que este tipo de vacaciones cada vez resultan más asiduas y más prolongadas. De hecho, hoy se cumplen tres meses desde que María Esther partió por última vez y en todo este tiempo no tuve noticia alguna de su paradero.

Alguna vez leí eso de que "cada artista es un caníbal y cada poeta es un ladrón, todos asesinan a su inspiración y cantan acerca del pesar". No es mala idea. Mañana mismo me compro un machete y que María Esther empiece a andar con mucho cuidado. Si es que vuelve alguna vez.

La misión

Siete menos cuarto de la mañana. Juan Carlos apuró el último trago de café y enjuagó la taza con un par de chorros de agua de la canilla. Se detuvo junto a la puerta de entrada al departamento y luego de ponerse el saco, sin siquiera pensarlo, dejó que su mano derecha hiciera el recorrido habitual para constatar que todo estuviera en su lugar: teléfono celular, llaves, pañuelo, lapicera. Al llegar al bolsillo interno izquierdo del saco, tanteó dos veces para comprobar con desazón que había olvidado su billetera en la mesa de noche, junto a la cama.

Se dirigió con pasos ligeros pero silenciosos hacia la habitación en donde todavía dormían su mujer y su pequeño hijo. El malestar por el olvido comenzó a dejar paso a un nerviosismo juguetón por la misión a cumplir: recuperar su billetera sin interrumpir el plácido sueño de Sofía y el bebé. Juan Carlos disfrutaba de estos pequeños desafíos y solía enmarcarlos en situaciones imaginarias, casi siempre algo cinematográficas. Hoy, decidió rápidamente, sería un marine en Vietnam intentando apropiarse de importantes documentos enemigos, resguardados por un par de somnolientos soldados dentro de una choza en un suburbio de Da Nang.

Abrió la puerta muy despacio, apenas lo suficiente para que pudiera deslizarse dentro de la habitación sin llenarla de luz exterior. Conteniendo la respiración, dio tres pasos lentos pero firmes, con la seguridad de conocer de antemano la distribución de los objetos en la penumbra del lugar. A su derecha, envueltos en una sospechosa fragancia a talco y perfume, los peligrosos guardias continuaban durmiendo pesadamente, sin sospechar su presencia. Calculó que estaba apenas a unos centímetros de distancia y dio un último paso, corto, certero. Terminando ya de plantar la suela, sintió con horror un pequeño bulto, algo blando, que se interponía entre la punta de su zapato y el suelo. No tenía ya forma de detener su impulso, y el objeto aplastado bajo su pie (¿una musaraña salvaje asiática? ¿un patito de goma?) chilló irreversiblemente.

Escuchó el estruendo del primer disparo a la vez que una explosión de fuego le destrozaba la rodilla. Aguantó el alarido que le llenaba la garganta e intentó un manotazo desesperado hacia su objetivo, avergonzado de fallar. Antes de que pudiera lograrlo, la segunda bala entró limpiamente en su sien con un ruido sordo, el último que jamás escucharía.

Su cuerpo, contorsionado en forma extraña, se desplomó sobre la húmeda tierra apisonada que pronto se teñiría de ocre oscuro con su sangre. Afuera, la selva se despertaba al ritmo frenético de la metralla.

Futuros éxitos del cine argentino

Hace varios meses ya, comenzó en la sección de Cine, TV y Espectáculos del Foro Naranja un multitudinario tutti frutti virtual que incluyó deliciosos rubros como Insulto, Vicio y Enfermedad. Uno de los más interesantes resultó ser el rubro de Películas Inventadas, que además del título del film en cuestión requería una pequeña síntesis argumental. Con motivo de la reciente finalización del juego, el señor Singing Banzo (gran amigo de la casa) se tomó el trabajo de compilar los mejores exponentes de las respuestas en esta categoría, y recomiendo enfáticamente a todos los interesados darse una vuelta por aquí para constatar el nivel de delirio y creatividad alcanzado por los participantes, a muchos de los cuales tengo el placer de llamar amigos.

Un servidor participó en el mencionado juego y algunas de sus colaboraciones aparecen en el compilado de Banzo, pero bajo otro seudónimo que seguramente les resultará terriblemente difícil de deducir. ¿Quién será el sagaz detective que me descubra? Y, más precisamente, ¿a quién le importa?

Talento

Roberto vive triste. Constantemente siente que hay algo a lo que debería estar dedicando sus días, pero no sabe exactamente qué es.

"Miralo a Maradona", piensa en voz alta, torturando a los pobres desgraciados que tienen la mala suerte de sentarse a su lado en el tren. "Alguien a los tres años le puso una número cinco en los pies e instantáneamente él supo que estaba destinado a hacer maravillas. Y ahora, años después, aunque está gordo y viejo y bastante arruinado, todavía no perdió ni un poquito de esa magia. Le tiran un cascote y puede hacer jueguito durante tres horas. Pero imaginate lo siguiente: ¿Y si el Diego nacía en Nepal o Burkina Faso? Lo más probable es que jamás en su vida se fuera a cruzar con una pelota, y hoy sería panadero o cuidador de cabras o, peor, contador."

"¿Y yo? ¿Y si yo soy un genio para el patinaje sobre hielo? ¿Y si en realidad nací para revolucionar la física nuclear? O, quién te dice, por ahí soy un actor del carajo. Pero en la puta vida de Dios voy a pisar un escenario o un lago congelado o un reactor atómico."

"Y eso, el desperdicio de mi talento natural, me mata." A esta altura, su eventual compañero de viaje seguramente ya huyó espantado y Roberto se queda en silencio, mirando por la ventanilla y tragando con dificultad la angustia que se le agolpa en la garganta.

En unos pocos años, Roberto se va a morir, amargado y solo, sin nunca terminar de conocer el fabuloso talento con el que fue bendecido: nadie en el mundo jamás se preocupó de manera tan fantástica por semejantes estupideces sin sentido.

Destino nominal

Sherlock Álvarez paseó lentamente la mirada por la habitación, deteniéndose por varios segundos aquí y allá y forzando el entrecejo en una expresión deliberadamente concentrada, para beneficio exclusivo de la media docena de oficiales de segunda línea que trabajaban en la escena del crimen.

Íntimamente, sin embargo, nada justificaba tan concienzuda estampa. Como siempre ocurría, para él ningún elemento del lugar podía transformarse en pista o indicio. El espejo resquebrajado, las fotografías instantáneas desparramadas sobre la alfombra, ese solitario zapato de hombre bajo la cama, aquel críptico mensaje labrado en la pared con un cuchillo ensangrentado: nada de ello tenía el más mínimo sentido en su cabeza. El mecanismo deductivo le resultaba completamente ajeno e inescrutable.

Cuando sus ojos se detuvieron en la maraña de cabellos revueltos, uñas rotas y profundos tajos carmesí que se desparramaba sobre la cama, no lo soportó más. Disimulando torpemente la repulsión que lo invadía, dio media vuelta y salió de la habitación casi al trote.

Mientras vomitaba lo más silenciosamente posible en un rincón oscuro del jardín, maldijo entre susurros por enésima vez a su madre y su particular sentido del humor al bautizar a sus dos hijos. De pequeño él había soñado, como todos, con ser bombero o astronauta. Ya de adolescente, al momento de inclinarse por una carrera, jugueteó con la idea de estudiar arquitectura o dedicarse a las letras. Pura ilusión inconducente, porque la vida se encargó de comprobarle que con un nombre como Sherlock no hay forma de escaparle al destino. De nada importó su rotunda incompetencia para ese oficio que le había sido impuesto en un Registro Civil apenas horas después de haber nacido.

Arrastrando los pies camino de vuelta hacia su dantesco presente, pensó en su hermano menor con una mezcla de admiración y envidia. Si bien ser mayordomo podía ser considerado denigrante y monótono por algunos, para Sherlock hubiera sido un bálsamo comparado con el infierno de las investigaciones criminales. Definitivamente, Perkins Álvarez la había sacado barata.

Pasiones

No es necesario hacer un análisis muy profundo para enterarse de que todos aquellos que dejaron una marca en la historia de la humanidad (para bien o para mal) estuvieron guiados y alimentados por grandes pasiones. Me da la sensación de que una persona sin intereses, sin obsesiones, sin pasión, sólo puede aspirar a transcurrir desapercibidamente.

Pero también hay que saber elegir correctamente a qué va a dedicar uno su vida. Y me temo que, considerando mis pasiones (la cría de potus, el macramé, respirar), nadie está hoy planeando la construcción de mi panteón conmemorativo.

Tal cual

Llegó a la esquina y se detuvo repentinamente, rígido como el rector de una escuela religiosa en Bavaria a principios de siglo veinte. Miró a su alrededor, nervioso, como si sus ojos siguieran el vaivén enloquecido de la pelotita de ping pong durante una final olímpica. Un sudor frío como el estetoscopio de un médico esquimal comenzó a escurrirse por su sien. La certeza, definitiva como un silbato final, se le instaló en el corazón: su vida estaría de ahí en adelante condenada a ser una serie de comparaciones estúpidas, insoportables como estas líneas que, por suerte, aquí terminan.

El camino menos pensado

El príncipe heredero, alto, atlético y misterioso, sale raudo de su castillo. Desestima con un mínimo gesto el corcel que un criado le ofrece al pie de las escalinatas y sigue su camino a paso firme, la impecable capa encarnada flameando en la leve brisa de la mañana. Mientras surca las semidesiertas callejuelas del pueblo y el eco de sus pisadas sobre el empedrado se multiplica en callejones y zaguanes, Feliciano (tal el nombre del noble caminante) aprieta en su puño el mango de un bruñido sable todavía envainado. Su semblante procura mantenerse impasible, pero destellos de un corazón roto se pueden adivinar en los ojos enrojecidos y el tenso rictus que maltrata sus labios delata la virulenta sed de venganza que impulsa su carrera.

Algunas cuadras más adelante, su trayecto lo lleva a cruzarse por un instante con Salvador, un cuarentón algo regordete de expresión entre bonachona y somnolienta, ataviado con un descolorido traje de fajina y cargando un morral algo raído. Sus miradas no se encuentran y ninguno de los dos da señales de notar la existencia del otro. Feliciano continúa calle arriba y Salvador espera en la esquina durante unos minutos la llegada de sus compañeros de trabajo en el taller de tornería, para que la charla haga más llevadera la marcha.

Salvador pasa la mañana moldeando patas de sillas y cajones de aparadores, silbando canciones que aprendió de pequeño, feliz porque hoy no hace tanto calor como en los días pasados y además el fin de semana está casi al alcance de la mano. Durante la hora de almuerzo, cruza a la plaza y mastica despacio a la sombra de un nogal los tres damascos que su esposa anoche colocó en su morral, limpios, frescos y perfumados. El resto de la tarde transcurre en medio de esa ensoñación que sólo los viernes pueden provocar.

De vuelta en su casa, Salvador cuelga su gorra en el gancho junto a la puerta y abraza por detrás a su mujer, besándola en el cuello mientras ella ensaya unas quejas risueñas y termina de preparar la cena. Su hijo lo convence de sentarse con él para un rápido juego de naipes, y entre mano y mano le cuenta en frases atolondradas acerca de su día en el colegio y las travesuras que sus compañeros (jamás él, por supuesto) le infligen a la pobre maestra nueva. Mientras dan cuenta del sabroso guiso sentados a la mesa, Salvador a veces mira a su familia y sonríe sin motivo aparente, contento simplemente por estar allí.

Más tarde, al apoyar la cabeza en la almohada, llenándose los pulmones con el aroma de las sábanas recién lavadas y los oídos con el suave rumor de su esposa dormida, sólo una pequeña duda mancha la sensación de plenitud que lo invade: ¿Por qué diablos el tarado del escritor decidió quedarse con el recuento de su chatísima vida en lugar de seguir con la historia del príncipe vengador que, convengamos, tenía muchas más posibilidades de despertar un mínimo interés en los sufridos lectores?

Resistencia emocional

A veces se me ocurre que sería fabuloso que descubrieran que las lágrimas son una excelente fuente de energía, capaces de reemplazar a los combustibles fósiles y los isótopos radioactivos y los paneles solares.

Los gobiernos entonces comenzarían a cosechar lágrimas, exigiendo a los ciudadanos que entreguen a las autoridades un mínimo de cincuenta lágrimas mensuales, pagaderas en cuotas semanales para mayor comodidad. Aquellos que aportaran religiosamente recibirían un salvoconducto que les permitiría circular por las calles y dormir tranquilos. Aquellos que no, a sufrir las consecuencias. La extirpación forzosa de lágrimas puede ser bastante desagradable.

Algunos de nosotros rechazaríamos que desde arriba nos dicten cuándo y cuánto debemos llorar y pasaríamos con entusiasmo a la clandestinidad, bajo el liderazgo de un carismático joven de boina negra y ojos penetrantes, de nombre Teobaldo y apellido desconocido. Celebraríamos reuniones secretas en sótanos húmedos en las que desperdiciaríamos lágrimas a diestra y siniestra, o las ahorraríamos por meses y meses, según se nos diera la gana. Sobreviviríamos robando pasteles dejados a enfriar en los alféizares, bebiendo agua de chubascos y lloviznas, durmiendo en las copas de los árboles más frondosos.

Los problemas comenzarían cuando la policía se armara de detectores lagrimarios subsónicos infrarrojos, con los que serían capaces de detectar una lágrima clandestina derramada a más de cuatrocientos metros de distancia en plena oscuridad, a través de persianas, puertas y paredes. Teobaldo, preocupado, comenzaría a establecer reglas para minimizar la posibilidad de ser descubiertos. Al principio serían simples recomendaciones para evitar llantos reveladores en zonas vigiladas, pero luego (cegado de paranoia y poder) prohibiría a los miembros de la resistencia involucrarse en cualquier tipo de actividad que pudiera desembocar en lágrimas, tales como tener hijos, salir campeón de un torneo de fútbol, mirar la telenovela de las tres de la tarde, emborracharse, perder a un ser querido o enamorarse perdidamente.

Y así nos haríamos viejos, vegetando sin la más mínima emoción, rememorando de vez en cuando cómo era aquello de sentir y aguantando las ganas de llorar que nos daría no poder llorar con ganas.

A veces se me ocurre que sería espantoso que descubrieran que las lágrimas son una excelente fuente de energía, capaces de reemplazar a los combustibles fósiles y los isótopos radioactivos y los paneles solares.