Desde muy chico, Carlos habló lo mínimo indispensable, manteniendo el resto del tiempo los labios bien apretados para evitar la poco afortunada ingesta de algún insecto volador. Lucía siempre un gesto adusto, excepto en las tardes de tormenta; cuanto más torrencial la lluvia y salvaje el trueno, más amplia era la sonrisa que le iluminaba el semblante. Cuando su madre lo llevaba de visita a otras casas, lo primero que hacía era revisar la cocina, y se sorprendía mucho si no burbujeaba sobre el fuego una gran cacerola de suculentas habas.
Ya adulto, se dedicó a la herrería artística, moldeando intrincadas rejas, barandillas y portones en su fragua. Sin embargo, todos los cuchillos de su casa estaban enteramente tallados en la más ordinaria madera. Más adelante, compró algunas vacas como inversión y se vio obligado a abandonar su taller, ya que insistía en pasar cada minuto del día observándolas pastar, los ojos clavados en sus rumiantes flancos, buscando generar nuevas adiposidades. En las raras ocasiones en que salía a cazar por su campo, buscaba constantemente alcanzar con sus disparos a una pareja de faisanes en forma simultánea, frustrándose cuando (como siempre) sólo lograba dar muerte a ejemplares solitarios.
Nunca se casó. Ninguna de sus contadas novias aceptó restringir su dieta a emparedados de cebolla hervida por el resto de sus días, tal como él les exigía al pedir su mano en matrimonio.
Cuando alguien, demasiado tarde, le dijo que los refranes no eran para tomárselos tan al pie de la letra, Carlos no pudo evitar morirse (bien literalmente) de vergüenza.