Muy de vez en cuando, me siento y escribo algo de un tirón, despojado de vacilaciones o relecturas, casi sin respirar. Me causa una mediocre mezcla de placer y alivio: las desprolijidades, los horrores gramaticales, la falta de originalidad, el inevitable tedio del lector, todo se justifica con la vorágine imperfecta del impulso.
La mayoría del tiempo, claro está, la situación es muy diferente. Reescribo cien veces la misma oración, intentando toda posible combinación de adjetivos, sustantivos y adverbios. Agonizo interminablemente buscando elegir el tiempo verbal más indicado. Lucho a brazo partido con metáforas y sinonimias, hipérboles y pleonasmos. Paso noches en vela rumiando un título de tres palabras. Por supuesto, toda decisión conlleva la firme sospecha de haber sido equivocada.
Basten como flagrante muestra estos tres enclenques párrafos, que hoy termino de amontonar pero que comenzaron a escribirse allá por marzo del noventa y cuatro. Y confieso avergonzado que, a pesar del tiempo transcurrido, sigo atormentándome con la posición óptima para una dudosa y esquiva coma. Buscando poner fin de una vez a esta tortura, acepto humildemente mi derrota y termino colocándola, como era de esperarse, en el peor lugar posible: ,