Hace unos días, lavándome las manos luego de colocar los platos sucios en el lavavajillas, descubrí que a un costado de mi dedo pulgar derecho se levantaba un pequeño trozo de piel. Al examinar de cerca la herida, noté que por debajo del pellejo no se asomaba la carne viva que era de esperar, sino otra capa de piel, oscura y bruñida. Intenté revelar algo más y comprobé, con más curiosidad que horror, que podía desollarme en largas tiras indoloras. En menos de cinco minutos, con los jirones de mi urbanamente occidental aspecto acumulados a mi alrededor como aserrín, el espejo me devolvía la imagen de un avieso cazador tutsi, de ojos vivaces y grandes manos, experto en atrapar antílopes y cebras en la zona de los grandes lagos africanos.
Esta nueva apariencia resultó tan fácil de desprender como la original. Sucesivos descascaramientos fueron revelando otras encarnaciones ocultas: un campesino griego de principios del siglo veinte, un esquimal muy ducho en el arte de construir cómodos iglúes, un herrero en la selva negra alemana, un pescador de la Polinesia. De hecho, me siento a escribir estas líneas en la piel de un guerrero maya ataviado con sus mejores ropajes de batalla y mancho el teclado con la sangre de un malogrado conquistador europeo.
Tal parece que el encargado de mis resurrecciones resultó ser un vago irrecuperable que prefiere ahorrar tiempo y simplemente pintar por encima, en lugar de lijar a conciencia y arrancar de cero. Será cuestión de resignarme al inevitable destino de un karma berreta.