Siete menos cuarto de la mañana. Juan Carlos apuró el último trago de café y enjuagó la taza con un par de chorros de agua de la canilla. Se detuvo junto a la puerta de entrada al departamento y luego de ponerse el saco, sin siquiera pensarlo, dejó que su mano derecha hiciera el recorrido habitual para constatar que todo estuviera en su lugar: teléfono celular, llaves, pañuelo, lapicera. Al llegar al bolsillo interno izquierdo del saco, tanteó dos veces para comprobar con desazón que había olvidado su billetera en la mesa de noche, junto a la cama.
Se dirigió con pasos ligeros pero silenciosos hacia la habitación en donde todavía dormían su mujer y su pequeño hijo. El malestar por el olvido comenzó a dejar paso a un nerviosismo juguetón por la misión a cumplir: recuperar su billetera sin interrumpir el plácido sueño de Sofía y el bebé. Juan Carlos disfrutaba de estos pequeños desafíos y solía enmarcarlos en situaciones imaginarias, casi siempre algo cinematográficas. Hoy, decidió rápidamente, sería un marine en Vietnam intentando apropiarse de importantes documentos enemigos, resguardados por un par de somnolientos soldados dentro de una choza en un suburbio de Da Nang.
Abrió la puerta muy despacio, apenas lo suficiente para que pudiera deslizarse dentro de la habitación sin llenarla de luz exterior. Conteniendo la respiración, dio tres pasos lentos pero firmes, con la seguridad de conocer de antemano la distribución de los objetos en la penumbra del lugar. A su derecha, envueltos en una sospechosa fragancia a talco y perfume, los peligrosos guardias continuaban durmiendo pesadamente, sin sospechar su presencia. Calculó que estaba apenas a unos centímetros de distancia y dio un último paso, corto, certero. Terminando ya de plantar la suela, sintió con horror un pequeño bulto, algo blando, que se interponía entre la punta de su zapato y el suelo. No tenía ya forma de detener su impulso, y el objeto aplastado bajo su pie (¿una musaraña salvaje asiática? ¿un patito de goma?) chilló irreversiblemente.
Escuchó el estruendo del primer disparo a la vez que una explosión de fuego le destrozaba la rodilla. Aguantó el alarido que le llenaba la garganta e intentó un manotazo desesperado hacia su objetivo, avergonzado de fallar. Antes de que pudiera lograrlo, la segunda bala entró limpiamente en su sien con un ruido sordo, el último que jamás escucharía.
Su cuerpo, contorsionado en forma extraña, se desplomó sobre la húmeda tierra apisonada que pronto se teñiría de ocre oscuro con su sangre. Afuera, la selva se despertaba al ritmo frenético de la metralla.