Y dijo el viejo:
Enamorarse del perfume, del contoneo, del mechón perfecto, de la risa tersa y las caderas apretadas, de la ironía medida, del comentario sagaz y los labios generosos... Enamorarse de todas esas cosas es vulgar, fácil y cualquier idiota puede hacerlo.
Apasionarse por un bostezo, por un ronquido, por un diente asimétrico o un lunar hirsuto, festejar una carcajada de hiena y perderse en una tos húmeda, regodearse en el aliento de la mañana y el almuerzo quemado, adorar cada insufrible estupidez, ahí está el arte, ahí está el compromiso, ahí está el verdadero amor.
Bienaventurados aquellos que se deleitan no en los ocasionales destellos de perfección sino en las terrenales miserias mundanas, porque han encontrado a su alma gemela.
Y los presentes asintieron en silencio, solemnemente, hasta que alguien le asestó al sabio un merecido mamporro en la crisma y la fiesta siguió su curso, sin otras sentenciosas interrupciones que la terminaran de arruinar.