Clara apaga la hornalla sin dejar que el agua llegue a hervir y, con movimientos precisos, llena hasta la mitad la taza en donde un minuto antes había puesto el saquito de té. Camina hacia la mesa del comedor y se sienta muy lentamente en una vieja silla que, de todas maneras, se queja con un crujido suave.
Se arregla con aire distraído un mechón de pelo, atrapándolo detrás de la oreja, y vuelve la vista hacia el frasco de plástico blanco que reposa en la mesa. Cuando lo levanta y lo sacude un poco, el sonido del bailoteo de la única píldora que queda dentro rompe por unos segundos el silencio de ventanas cerradas y gruesas cortinas a su alrededor. Toma la última cápsula en su mano, la abre en dos y vierte el polvo blanco sobre el prolijo montoncito ya acumulado en un retazo de papel plateado. Luego deposita las mitades vacías, una amarilla y otra roja, junto a las otras treinta o cuarenta que se amontonan en un costado de la mesa. Levanta con cuidado el papel de aluminio con el polvo, lo dobla en forma de V y vuelca todos los contenidos en el té, en donde se disuelven con un zumbido apenas perceptible.
Mientras revuelve el humeante preparado, repasa en silencio y por última vez las razones que la llevaron a este momento. Desde muy chica, Clara había estado absolutamente convencida de que su destino inevitable era el de transformarse en una estrella de la literatura, protagonizando una saga de novelas románticas ambientadas a principios del siglo diecinueve en Austria, fruto de la pluma de una escritora muy respetada en el el ambiente artístico pero accesible para el público en general. O, al menos, habría de jugar un papel secundario pero fundamental en una novela clásica de lectura obligada para todo estudiante de letras, pasando a formar parte del inconciente colectivo de miles de lectores alrededor del mundo. De hecho, hasta se hubiera conformado con ser nombrada al pasar en un soneto menor de algún poeta maldito, inmortalizándose en las páginas de oscuras recopilaciones arrumbadas en los rincones de unas pocas bibliotecas.
Sin embargo ahí está, amargamente condenada a que tan sólo los últimos instantes de su vida sean plasmados en mediocre prosa a manos de un aficionado sin talento, en cinco paupérrimos párrafos que nunca nadie recordará. Clara ahoga un sollozo de frustración y vacía la taza en dos tragos rápidos.
Luego se levanta, sale al balcón bañado en las largas sombras de una tarde de otoño y se sienta a esperar.