Roberto vive triste. Constantemente siente que hay algo a lo que debería estar dedicando sus días, pero no sabe exactamente qué es.
"Miralo a Maradona", piensa en voz alta, torturando a los pobres desgraciados que tienen la mala suerte de sentarse a su lado en el tren. "Alguien a los tres años le puso una número cinco en los pies e instantáneamente él supo que estaba destinado a hacer maravillas. Y ahora, años después, aunque está gordo y viejo y bastante arruinado, todavía no perdió ni un poquito de esa magia. Le tiran un cascote y puede hacer jueguito durante tres horas. Pero imaginate lo siguiente: ¿Y si el Diego nacía en Nepal o Burkina Faso? Lo más probable es que jamás en su vida se fuera a cruzar con una pelota, y hoy sería panadero o cuidador de cabras o, peor, contador."
"¿Y yo? ¿Y si yo soy un genio para el patinaje sobre hielo? ¿Y si en realidad nací para revolucionar la física nuclear? O, quién te dice, por ahí soy un actor del carajo. Pero en la puta vida de Dios voy a pisar un escenario o un lago congelado o un reactor atómico."
"Y eso, el desperdicio de mi talento natural, me mata." A esta altura, su eventual compañero de viaje seguramente ya huyó espantado y Roberto se queda en silencio, mirando por la ventanilla y tragando con dificultad la angustia que se le agolpa en la garganta.
En unos pocos años, Roberto se va a morir, amargado y solo, sin nunca terminar de conocer el fabuloso talento con el que fue bendecido: nadie en el mundo jamás se preocupó de manera tan fantástica por semejantes estupideces sin sentido.