A principios de la década del setenta, un alto directivo del Hospicio Santa Elvira (a quien el tiempo y un oportuno incendio de los archivos se ocuparon de borrar de la historia) tuvo la funesta idea de agregar un pabellón destinado exclusivamente a la implementación de un revolucionario tratamiento psiquiátrico. Eran tiempos en que el concepto conocido como "psicología inversa" alcanzaba una notable popularidad y este buen señor estimó que ese mismo principio podía aplicarse a un menjunje interdisciplinario de arquitectura y salud mental. Así fue que, con ayuda de una comisión de diseñadores algo pasados de ácido lisérgico y un catálogo de los trabajos de Escher, se abocó a la construcción de un monstruoso edificio atiborrado de espejos deformantes, escaleras que subían cuando parecían bajar, luces estroboscópicas multicolores, larguísimos pasillos que no llevaban a ninguna parte, habitaciones a las que se podía entrar pero de las cuales era imposible salir, y un sinnúmero de trucos alucinatorios de calaña semejante. La teoría, claro está, sostenía que el enfrentamiento entre una psiquis desequilibrada y un medio ambiente igualmente retorcido resultaría en una reversión milagrosa de los síntomas, y los pacientes podrían entonces ser dados de alta con una celeridad inaudita.
Lo cierto es que la efectividad del tratamiento jamás pudo comprobarse. A medida que se iban dando los últimos toques a la flamante edificación, muchos empleados abocados a la construcción comenzaron a perder la razón por tener que trabajar en semejante ambiente de pesadilla. De hecho, ya en el tramo final de la obra, un nutrido grupo de decoradores, pintores, albañiles y yeseros entró una mañana al pabellón para nunca más salir. Se organizaron algunos grupos de rescate, pero todos terminaron en desastre: los pocos afortunados que lograron retornar de las fauces del monstruoso edificio sufrieron secuelas emocionales irreversibles, y el resto se agregó a la lista de desaparecidos. Luego de perder más de un centenar de almas, se terminó por abandonar, con buen tino, la idea de utilizar el lugar.
El pabellón seis está hoy completamente clausurado, sus portones y ventanales tapiados con gruesos planchones de madera oscura. Nadie entró o salió del edificio en años. Pero cuentan los psiquiatras más veteranos del hospicio que si uno acerca el oído en las tardes tranquilas, las rendijas suelen dejar escapar una espantosa mezcla de carcajadas demenciales y alaridos de horror (se hace difícil distinguir cuál es cuál).
(Entregas anteriores en esta saga: ¡Salud!, Guardias)