En este momento, en la cocina de un departamento de planta baja a seis cuadras de este escritorio, una conversación que se presentaba relativamente animada cae en una pausa incómoda que durará exactamente trece segundos. Veinte metros más arriba, en el 4to D, una cincuentona de pantuflas despelusadas pela una naranja como quien no quiere la cosa. Si esta señora girara apenas su cabeza hacia la derecha vería que, justo enfrente, el paredón lateral izquierdo de la ferretería luce una mancha de humedad de asombrosa semejanza al trazado de trenes subterráneos de Buenos Aires. A la vuelta de la esquina, un vientito repentino se arremolina en los zaguanes del lado del sol, despeinando los humildes jardines de malvones, yuyos y tierra. Por esa misma vereda, cinco personas enfilan hacia el norte y sólo dos, un muchacho de sobretodo gris con aspecto de coiffeur salvaje y una viejita algo destartalada, apuran simultáneamente el paso y se dirigen hacia el sur.
Estos hechos, tan inconexos e inofensivos en apariencia, no son otra cosa que el comienzo sincronizado de la más devastadora conspiración que nuestro mundo jamás haya experimentado. Pero cuando el horror que desate sobre el planeta sea ya un recuerdo y los historiadores del futuro indaguen en sus secretos orígenes, habrá por lo menos una pista que los desenmascare sin titubeos: nada más ni nada menos que el párrafo anterior.
Lástima que hoy no sirva siquiera de consuelo.