A veces se me ocurre preguntarme qué es lo que hace que disfrute de algunas canciones y de otras no. Confío en que los gustos personales no se tratan de una ciencia exacta (odiaría que un frío algoritmo pudiera predecir con exactitud mi reacción emocional ante un estribillo), pero a la vez me divierte intentar entender los motivos de la atracción que puede tener un tema sobre mis oídos.
No se trata de cuestiones de virtuosismo instrumental, eso es seguro. Admiro la destreza como cualquier otro hijo de vecino, pero me parece que los habilidosos tienen una desafortunada tendencia a caer en la exhibición innecesaria pour la gallerie. ¿Cuál es la gracia de pisar la pelota y tirar una rabona si no tenés un marcador encima, mordiéndote los tobillos?
Tampoco viene la mano por las simpatías preexistentes que puedo llegar a tener por artistas, épocas o géneros musicales. Tengo mis preferencias, obviamente, pero hago un esfuerzo consciente para que no me obnubilen a la hora de escuchar cosas nuevas. Trato de darle las mismas oportunidades a todo lo que se me cruza en el camino. Y no es que me crea un campeón defensor de la más pura democracia auditiva, sino que esta actitud está conectada a cierto síndrome obsesivo-compulsivo bastante enfermizo: aborrezco la sospecha de estar perdiéndome de algo bueno sólo por prejuicioso.
Me atraen mucho las letras, claro. Esto resulta bastante obvio si uno repasa las ediciones anteriores de la sección Canción del momento, en las que suelo citar los versos que más me llaman la atención. Pero lo cierto es que más allá del caché literario que me puede dar el andar proclamando que para que me guste una canción la letra tiene que rebosar de poesía y metáfora, esto no es así. Mucha de la música que más disfruto es puramente instrumental o tiene letras simples, trilladas o directamente estúpidas.
La endeble conclusión a la que llego es que soy muy permeable a un elemento en particular: la melodía. Si puedo encontrar en una canción alguna secuencia de notas que me llame la atención, que pueda silbar en la ducha o tararear mientras paseo en bicicleta, ya existe entonces un gancho (no por nada en inglés llaman hook a la partecita más atractiva de un tema) del cual mi gusto puede colgarse. En general, cuando me enfrento con un disco por primera vez hago una especie de catálogo subconsciente de esos cachitos seductores, de manera que a la escucha siguiente, al empezar algún tema en particular, puedo pensar "¡Ah, éste es el que antes del estribillo está ese pianito que hace tararí-tarará!" y prestar más atención. Y así es que, por dos o tres segundos, puedo terminar enamorándome de un disco, un grupo o un género musical entero.
Pero qué mejor que ilustrar estos confusos conceptos con un ejemplo. The Jayhawks es (o era, porque andan algo desbandados) un grupo surgido a mediados de los años 80 que, si uno jugara al juego de la categorización, podría caer dentro de un cajón marcado como country-folk-roots-classic-rock (aunque, para evitar problemas, personalmente usaría un término anglosajón más elástico, nebuloso y a la vez conciso: Americana). Las tres canciones que hoy traigo a este rincón pueden encontrarse en el disco Smile del año 2000, un álbum algo menospreciado por sus fans históricos y los puristas del género debido a cierta pátina pop que, sin embargo, a mí me cae muy simpática.
Arranquemos entonces con A break in the clouds: