Textos

El blog virtual

Estoy puliendo los últimos detalles de una innovación tecnológica que va a revolucionar el mundo de los blogs. Si las pruebas resultan positivas y todo funciona tal cual lo planeado, ya no será necesario que visiten este sitio, ni que agregue nuevas entradas, ni que el sitio directamente exista. Seré cauto con los detalles porque la patente está en trámite, pero básicamente el sistema trabajará a base de implantación remota inalámbrica de recuerdos y sensaciones: una vez enviada la señal, todos directamente recordarán haber visitado Amor Entintado, experimentando la misma mezcla de decepción, vergüenza y lástima que resulta de una visita real.

Pronto se enterarán de más novedades al respecto. O por lo menos creerán haberse enterado.

Geografía inconsciente

Llegamos a China tras un vuelo bastante accidentado, durante el cual el piloto en ningún momento intentó elevar el avión a más de cincuenta metros del suelo. Salgo a pasear directamente desde el aeropuerto junto a los otros viajeros y encuentro la ciudad marcadamente similar a México: casas cuadradas color arena, calles de tierra, cactus y palmeras por todos lados. No habiendo visitado jamás ninguno de estos dos países, no me parece particularmente extraño. "No se puede confiar los libros, y menos que menos en Internet", reflexiono.

Quizás debería dejar de comer pastillas de goma antes de irme a dormir.

Discurso de agradecimiento

La emperifollada jovencita abrió con su larga uña el sobre lacrado y anunció con dificultad el nombre del galardonado técnico iluminador, de inconfundible origen esloveno. Los asistentes a la ceremonia, sin mayor interés por una categoría tan poco glamorosa, siguieron conversando en un murmullo monocorde sin prestar atención al viejito que, premio en mano, se ubicó tras el micrófono en el centro del enorme escenario y carraspeó tímidamente. Todos esperaban una lista interminable de nombres desconocidos leídos de un papelito ayudamemoria, interrumpida prontamente por la orquesta para dar paso a la siguiente presentadora y el siguiente premio.

Sin embargo, apenas cinco segundos luego de que el anciano comenzara a hablar, su voz era la única que se escuchaba en el recinto y los cientos de ojos de los allí presentes se posaban en su frágil figura. Desgranaba cada oración con todo cuidado, en un barítono tan terso que parecía destilado de miel. Comenzó hablando de su sufrida infancia hacinado junto a nueve hermanos en una choza en las afueras de Bovec, su pueblo natal, y hasta los más recios caballeros en la audiencia no pudieron evitar que se les llenaran los ojos de lágrimas. El medio minuto originalmente planeado para el discurso llegó y pasó, y nadie movió un dedo para interrumpir al orador. Directores, camarógrafos, músicos, sonidistas, ayudantes de escena: todos estaban absortos, completamente sumergidos en el sermón de su imprevisto pastor.

Habló de los diez kilómetros que caminaba día tras día arrastrando un carrito de madera cargado de las pocas naranjas que intentaría vender sin éxito en el mercado del pueblo. Habló de los escasos momentos de solaz en su niñez cuando en las noches organizaba espectáculos de sombras chinescas para su familia utilizando una escuálida y remendada vela. Habló de su primer amor, una muchacha a la que descubrió una noche de verano bajo la suave luz de un farol a gas y luego perdió bajo las sucias botas de un soldado invasor. Habló de su odisea al escapar de un campo de concentración y recorrer a pie más de doscientos kilómetros durante el crudo invierno europeo. Habló de la amistad que trabó con otro pasajero en su accidentada travesía hacia el nuevo mundo, y de cómo las fascinantes historias acerca de tablas, bambalinas y sets de filmación que aquél le contaba durante noches de borrachera terminaron por decidir su futura carrera. Habló de sus inicios como ayudante técnico en películas picarescas de poca monta. Habló de su fogoso romance con una entonces desconocida pero eventualmente celebérrima diva, a la que cuidó de no nombrar por caballeroso pudor. Habló del amor eterno por una esposa ya perdida, habló de hijos y nietos. Habló con pasión, habló con gracia, habló con un nudo en la garganta y el corazón abierto.

Habló y sigue hablando. Van ya diecisiete horas desde que comenzó, y nadie en el auditorio se ha movido un centímetro de su lugar. Se lo nota al pobre ya algo pálido y desmejorado, encorvada la espalda y temblorosas las manos, pero su voz se resiste a ceder. Miles de canales de televisión alrededor del mundo emiten el evento sin interrupciones comerciales. No importan ya la ceremonia ni los premios ni las estrellas ni quién ganó ni quién queda por ganar.

Nadie puede darse el lujo de perderse una sola palabra, porque lo que todos sospechan es ya una certeza: cuando el pormenorizado recuento de su pasado finalmente dé alcance al inevitable presente, entonces no le quedará más que relatar su propia exhalación de despedida, ahogada bajo una salva de aplausos, el perfecto epílogo del perfecto discurso.

Supervivencia entre las góndolas

Mi ejercicio favorito para evitar que las visitas al supermercado sean una tortura insufrible es imaginar una hecatombe nuclear que nos confine a todos los compradores a pasar el resto de nuestras vidas dentro del local. Este escenario permite infinidad de divertimentos que aligeran el agobiante proceso de hacer las compras semanales.

Clasifico los comestibles en las estanterías de acuerdo a su fecha de expiración, para llevar un orden lógico a la hora de luchar contra la hambruna grupal. Compruebo si hay suficiente sal para conservar algo de la carne, a la manera del charqui de las épocas coloniales sudamericanas. Calculo para cuántos días de iluminación artificial nos alcanzarán las pilas y linternas. Miro de reojo a empleados y clientes, trazando futuras alianzas y conflictos a la manera de aquellos improvisados clanes en la autopista del sur de Cortázar. Hago una nota mental de la ubicación de los juegos de cuchillos parrilleros importados de China, armas invalorables a la hora de defenderme de los intentos de asesinato de mis eventuales enemigos.

Cuando llegue el momento, nadie podrá acusarme de estar mal preparado.

Manifiesto

Todos aquellos que dejaron su marca indeleble en la historia de la humanidad poseían voluntades inquebrantables, ideas poderosas, convicciones absolutas. Lucharon por sus ideales y cambiaron el mundo, blandiendo su verdad tallada (figurativamente o no) en piedra. O, por lo menos, eso parece.

Yo, por mi parte, pertenezco al gelatinoso grupo que cambia de idea cada cinco minutos. Se nos puede convencer con llamativa facilidad de creer en cualquier cosa. Pasamos del amor al odio y viceversa, empujados por opiniones de terceros que jamás conocimos ni conoceremos, en búsqueda infructuosa de complacer a todo el mundo.

Pensé que era buen momento para formalizarnos como organización y aunar nuestros espíritus de veleta. Por un instante imaginé una convocatoria sin precedentes para elevar con orgullo nuestras frágiles determinaciones.

Quise escribir nuestro manifiesto, pero lo dejé por la mitad, lleno de manchas, borrones y tachaduras.

El crimen no paga, el humor sí

Chevy Enterprises Inc.

Chevy Enterprises Inc.

Aparentemente, Chevy Chase invirtió bien sus ganancias de Fletch y la saga de Vacaciones (sospechamos que en bonos del tesoro argentino), porque ahora es dueño de todo un pueblo bautizado en su honor, que como vemos incluye también un banco con su nombre ubicado en una calle con su nombre, en un arranque egomaníaco que no nos extraña demasiado.

Pero Chevy no fue el único comediante que decidió lanzarse al mundo de los negocios, como pudimos descubrir tras una exhaustiva investigación. Por ejemplo, pocos saben que John Candy había decidido abrir una caramelería/bombonería en Sunset Boulevard antes de su prematura muerte, atragantado con un pastelito de dulce de batata. En el viejo continente, Benny Hill tuvo una lucrativa compañía que manejaba el cinturón ecológico de la ciudad de Oxford, y es responsable de las hermosas colinas de basura que se pueden distinguir en el horizonte desde la sala de campanas en la torre de la iglesia de Saint Augustine. Más cercano a nuestros pagos, descubrimos que el simpático Eddie Murphy es presidente de una exitosa cadena de locales de comida rápida autóctona en el noroeste argentino (tamales, hamburguesas de locro, humita feliz para los niños) llamados Eddie's Morfi. Los cómicos locales tampoco se quedan cortos en sus impulsos empresariales: Jorge Corona y sus consultorios de salud dental, la línea de alta costura de Miguel Ángel Cherutti junto a su hermano Nino, los locales de lencería masculina de Ante Garmaz. Estos casos no hacen más que comprobar que, contrario al imaginario popular, risas y negocios bien pueden ir de la mano.

Mientras tanto aquí, en la gran ciudad, una nueva hora comienza.

Adaptándose al retraso

Luego de un tratamiento intensivo a base de reiki y licuados de gengibre y uva, logramos que el retroceso temporal de Osvaldo detenga su constante marcha, estabilizándose en una marca constante de veinticuatro horas. En pocas palabras, el hombre vive un día atrasado.

Como suele ocurrir con este tipo de trastornos, no sólo sufre aquel quien es directamente afectado, si no también su entorno familiar y afectivo. De todas maneras, nosotros no nos dejamos vencer por la depresión que las circunstancias nos quieren imponer, y logramos diseñar un ingenioso método para, aunque sea, inyectar un poco de normalidad al asunto.

Básicamente, se puede resumir de la siguiente manera. Arrancamos un día al que denominaremos Día Uno, durante el cual realizamos nuestras actividades usuales pero nos cuidamos de llevar un meticuloso registro de horarios de inicio y finalización de cada una de ellas, además de posiciones, recorridos, gestos y diálogos. Se podría decir, en lenguaje dramatúrgico, que confeccionamos un detallado guión de nuestras respectivas vidas durante toda esa jornada. Mientras esto ocurre, claro, Osvaldo se encuentra reaccionando a los eventos del Día Cero, por lo que no cuadra para nada en el asunto y no le prestamos mayor atención.

Ahora bien, durante el Día Dos nos dedicamos (munidos de nuestras anotaciones) a recrear de la manera más fiel posible todo lo realizado durante el Día Uno. Osvaldo, cuya realidad es en ese momento justamente aquella del Día Uno, se integra perfectamente a los eventos de este Día Dos, y cualquiera que hipotéticamente nos observara desde afuera no notaría nada extraño: los Días Dos son deliciosamente normales, un recordatorio de nuestra vida antes de tanto problema. Los llamamos, cariñosamente, "días de re-estreno".

El Día Tres es libre. Todos nos relajamos, descansando de la concentración constante que requirió el Día Dos, mientras Osvaldo merodea por la casa algo confundido, preguntándose por qué diablos estamos todos haciendo exactamente lo mismo que el día anterior; es que el pobre está viviendo en el Día Dos, copia fiel del Día Uno. A veces se desespera y nos grita, pero nosotros tratamos de ni siquiera estar en casa para evitar disgustos. Al día siguiente, Día Cuatro, volvemos al ruedo y comenzamos de nuevo el proceso.

O sea que, con este método, cada tres días tenemos un día ensayadamente normal. No está nada mal, digo yo, aunque Osvaldo se está poniendo un poco más desorientado y hostil que de costumbre. Con el problema que tiene, eso es lo de menos.

Sueño

Anoche tuve un sueño épico, complejo y desesperante, que hoy recuerdo con claridad inusitada.

Grupos de santos y curas, con Cristo a la cabeza y el Papa como su lugarteniente, se enfrentaban en un otrora tranquilo pueblito provinciano en sangrienta pelea contra legiones de muertos (tanto parlantes como mudos), quienes utilizaban al mundo animal como soldados en sus ataques. Gatos, perros, caballos, vacas, gallinas, pajaritos, ratas, piojos, lombrices: todos luchaban de manera muy organizada, como un verdadero ejército de hermanos. Los animales mostraban gran inteligencia y utilizaban todo tipo de ardides durante las batallas, desde mordidas rabiosas traicioneras hasta bombardeos con huevos podridos y excrementos, buscando sembrar la peste entre sus enemigos. Las huestes católicas, diezmadas por el miedo, las enfermedades y las heridas (muchos curas se veían obligados a desplazarse con muletas), decidieron replegarse, concentrándose en el cementerio junto a la iglesia, en donde se tuvo que suspender el casamiento que se estaba celebrando. Mientras tanto, el humo y las llamas de los incendios causados por la guerra se sumaban a la lluvia y el mal tiempo imperante y hacían estragos en los campos, arruinando irremediablemente las plantas de tomates y haciendo estériles los esfuerzos por salvarlas de los gallegos dueños de los sembradíos, que lloraban de la impotencia ante tanta desgracia. En medio de tanto dolor, madres e hijas en el pueblo vendían sus joyas desde los balcones, malgastando el dinero en comprar vino y emborracharse junto a las letrinas, ahogándose en su propio vómito.

Me desperté muy angustiado, no tanto por la pesadilla, sino porque se me va a complicar muchísimo decidir a qué número le juego en la quiniela de hoy.

Falta de consideración

Al dormir, suelo colocarme sobre el costado izquierdo, mirando hacia la ventana. Desde esa posición, y dada la altura del departamento, puedo ver claramente casi cinco cuadras de una calle medianamente transitada. De las cinco esquinas visibles, tres cuentan con semáforos. Llamémoslos, en orden de cercanía a mi ventana, semáforo A, semáforo B y semáforo C.

Luego de las once de la noche y vaya uno a saber hasta qué temprana hora de la mañana, los tres semáforos se desactivan para agilizar la escasa circulación de vehículos, pasando a mostrar el amarillo intermitente acostumbrado en estos casos. Lamentablemente, nunca, pero nunca ocurre que el orden de intermitencia entre los tres sea el correcto.

Me explico: si partimos de un instante inicial en que los tres semáforos están apagados (este momento, que bien podría no existir, sin embargo existe), entonces el primero en encender su farol amarillo es el semáforo A. Hasta ahí todo fantástico. Ahora bien, uno lógicamente espera que el siguiente semáforo en activarse sea el semáforo B, y luego el semáforo C, en una muestra de armónico orden, y luego continúe el hermoso ciclo A, B, C, ad infinitum.

Pues no. Luego de A, va el turro de C y le gana de mano a B, y todo se desmorona. ¿A, C, B? ¿A quién se le ocurre? Obviamente, ante esta descarada muestra de caos, no me puedo dormir. Noche tras noche, mis esperanzas de que algún funcionario público solucione esta flagrante muestra de mal gusto se desvanecen, con los ojos enrojecidos de disgusto.

Queda claro que a los responsables de este municipio poco les importa el bienestar de los sufridos vecinos. En las próximas elecciones ya van a ver.

Trabajo ideal

Uno de los trabajos que pagaría por tener es el de reportero de notas simpáticas para Crónica TV. Por la mañana, a charlar con el dueño de la agencia donde se vendió la grande. De ahí, a la fiesta de Rosita, que cumple cien jóvenes años rodeada del amor de su familia. Luego, al Hospital Fernandez para hablar con los orgullosos papis de Jonathan, el primer bebé del año, nacido apenas un segundo después de la medianoche.

Después me vienen a hablar de buen karma.

Canarios mensajeros

Hoy, manejando por la autopista hacia el Oeste, me tocó marchar un tramo detrás de una camioneta de caja abierta, tipo F-100 o similares, algo descuidada pero sin llegar a dar lástima. El camino estaba bastante despejado, así que era posible pisar un poco el acelerador sin miedo a tener que clavar violentamente los frenos después de unos segundos.

Al llegar cerca de los cien kilómetros por hora, de la caja de la camioneta partió en vuelo espiralado una especie de papelito amarillo, que levantó un poco de altura, planeó unos instantes, y se perdió de vista algo más atrás. "Un folleto de pizzería que le tiraron en la caja hace un rato cuando la dejó estacionada en la puerta del banco", imaginé bastante ordinariamente.

Treinta segundos después, se repitió el fenómeno. Esta vez, luego de remontar vuelo, el nuevo papel amarillo se disparó en dirección al parabrisas de mi auto, pero a último momento cambió de dirección y aterrizó en la banquina, según pude comprobar por el espejo retrovisor. En los dos o tres minutos siguientes, otros cinco de estos objetos voladores se escaparon del baqueteado vehículo, tomando rutas dispares, algunos casi perdiéndose de vista en la altura y otros estrellándose en el asfalto sin ninguna ceremonia, a merced de las ruedas implacables de otros motoristas. El conductor de la improvisada plataforma de despegue no se daba por enterado del ballet aéreo que se desarrollaba a sus espaldas.

Eventualmente tuve que bajar de la autopista y perdí de vista al que se había transformado en mi inesperado punto de interés. Calculé en ese momento que vendría de una papelería o imprenta, y una resma mal empaquetada había sido la responsable del impensado espectáculo.

Pero la teoría que se me acaba de ocurrir es mucho más plausible: la camioneta era parte de una feria itinerante de deformidades humanas, y cargada en su pequeña jaula iba Annette, la adolescente más pequeña del mundo, que está ya cansada de compartir sus noches con la mujer barbuda y el hombre elefante y su tirano jefe, y escribe con sus lágrimas poemas de amor invisibles en las páginas de un pequeño block amarillo robado, que luego suelta como canarios mensajeros sin ninguna esperanza. Pero en un día no muy lejano, uno de sus mensajes caerá en las manos de Pietro el Diminuto Joven Piamontés, de gira promocional por el país, y él entenderá todo con sólo probar en sus dedos la sal de las lágrimas de Annette y no descansará hasta rescatarla de su triste vida y llevarla con él a su pequeñísimo pero cómodo palacete, junto a un arroyo allá en el Norte italiano.

El mundo sería tanto mejor si todas mis teorías fueran correctas.

Marcha atrás

A Osvaldo le recomendaron un pai umbanda para revertir el deseo fallido que aquel genio decadente le había otorgado. Quinientos milisegundos de premonición no servían absolutamente de nada, así que se sometió con expresión resignada a la pintoresca ceremonia, que consistió en una seguidilla aparentemente interminable de gallinas sacrificadas y mantras en portugués al ritmo de los bongó.

Para su sorpresa, funcionó. Un par de días después, su habilidad de ver el futuro casi inmediato se había desvanecido y, por primera vez en meses, Osvaldo se deleitó transcurriendo en la más absoluta normalidad temporaria.

Poco le duró la alegría. A la semana siguiente, jugando un picadito con los compañeros de oficina, llegó tarde a todos y cada uno de los cruces, repartiendo moretones a diestra y siniestra. La pelota le pasaba por debajo del pie cuando intentaba dominarla. Pifiaba los remates. Cuando le tocó ir al arco, no sacó una. Al principio, Osvaldo lo catalogó como una horrible tarde futbolística y no le prestó demasiada atención.

Pero en el trayecto de regreso a su casa estuvo varias veces a punto de llevarse puestos a los automóviles que circulaban por delante suyo, y al intentar subir al ascensor se aplastó la nariz con la puerta automática que se cerró frente a él. Algunos experimentos caseros esa noche, intentando infructuosamente agarrar una pelota de tenis que hacía rebotar contra la pared o perdiendo una y otra vez con su esposa en las pulseadas chinas, confirmaron la sospecha: Osvaldo había comenzado a atrasar. Claramente, el pai le había retorcido el cogote a un par de aves de granja de más.

Por unos días el retardo fue sólo perceptible para él, pero gradualmente la situación siguió empeorando. Una nueva visita al templo umbanda tuvo el magro resultado de que le devolvieran la mitad de lo que había abonado por el tratamiento, pero ninguna mejora en su condición. Osvaldo, impotente y furioso, puteó de arriba a abajo al pai, pero éste no se dio por aludido: se había retirado del lugar casi un minuto antes.

Hoy en día, calculamos que Osvaldo está diez minutos atrasado, y no da signos de detener su marcha atrás. Mientras escribo esto, se está riendo del escobazo que el Chavo del Ocho le pegó en la cabeza al Señor Barriga al entrar a la vecindad. Fue quizás gracioso, pero el programa terminó hace rato ya, y Osvaldo se ríe frente a un televisor apagado, llenando la habitación de ecos que todavía no escuchó.

Poder inútil

Si Osvaldo se hubiera encontrado una lámpara mágica como Dios manda, arabesca y bruñida, oculta en una pequeña cueva en medio de un desierto en medio oriente, ahí la cosa cambiaba. Pero lo que encontró fue una linterna Eveready oxidada, tirada a un costado del mingitorio en el baño de una estación de servicio de la ruta a Venado Tuerto, y eso explica mucho.

La sacudió un poco para sacarle la mugre, y al frotarla con la manga de su gastado saco se materializó, con un plaf bastante lastimoso, un genio rantifuso y algo atolondrado, de boina celeste y alpargatas llenas de agujeros que dejaban entrever unas uñas asquerosas.

Osvaldo, que había leído "Aladino" en tercer grado, ya venía con un deseo bien preparado, y no lo dudó: pidió tener la habilidad de ver el futuro. Se imaginaba haciendo saltar la banca en el casino de Mar del Plata, pegando la quiniela semana tras semana, publicando best-sellers de clarividencia. Pero este genio de cuarta que le tocó en suerte, como era de esperar, cumplió el deseo a la medida de sus escasas posibilidades. Osvaldo puede ahora ver el futuro, sí, pero sólo medio segundo más adelante que el presente que todos vivimos. Convengamos que no es mucho.

Hace meses que vengo tratando de ayudar a este pobre hombre a sacar provecho de su nuevo don, pero mis ideas no resultan demasiado rentables y Osvaldo cada día se marchita otro poco, mirando en el espejo la imagen de alguien siempre un instante más cerca de la muerte.

Vívidos recuerdos vividos

Hay recuerdos que es natural que se almacenen prístinos y lustrados: primeros días de escuela, gente amada que se muere, goles a los ingleses. Su propia singularidad hace que no haya demasiado mérito en que los tenga ahí, en la punta del lóbulo frontal, listos para saltar.
Los más interesantes son los otros, esos que no tengo idea de por qué están ahí, y aun menos de por qué aparecen cuando lo hacen. Como el que se me deslizó en la conciencia anteayer, volviendo del supermercado.

Tengo ocho años, y decido salir a dar una vuelta en mi bicicross negra, freno contrapedal, aquella que encontrará meses más tarde un triste final bajo las ruedas implacables de una Ford Bronco. Supongo que son cerca de las dos y media de la tarde, porque no hay demasiada gente en la calle; el calor hace que la hora de la siesta sea, no casualmente, somnolienta y viscosa. Se siente como si la tarde pudiera untarse en el asfalto.
Llegando a la esquina a dos cuadras de casa lo veo a Cristian, un pibe que va a cuarto grado (yo estoy en tercero) y por lo tanto no nos consideramos amigos, pero tampoco hay encono: somos distantemente cordiales. Es más alto, más morocho y lleva el pelo más largo que yo, pero ninguna de estas ventajas me desvela. Está sentado con la espalda apoyada en una de las varias casas vacías del barrio y luce una remera Ocean Pacific azul eléctrico, con un surfer que surca magistralmente una ola allá en las lejanas playas de Hawaii. A su lado, Bruce Springsteen canta "Dancing in the dark" entre dientes apretados desde un primigenio minicomponente, el cual sí es objeto de mi sana envidia.
Freno a unos metros y saludo con un movimiento de cabeza pero no digo palabra, para no ensuciar el momento musical. A los pocos segundos la canción termina.
- Me mata esta canción - me dice sin mirarme, sacudiendo la cabeza -, no puedo parar de escucharla.
Detiene el avance del cassette y rebobina un rato, mientras yo sigo ahí parado, sin decir nada. Aprieta play y arranca nomás, como suponía, de nuevo el mismo tema. Pongo el pie derecho en el pedal y arranco yo también, para el lado de la canchita de fútbol, mientras la música se va disolviendo de a poco allá atrás al alejarme.

Puedo rememorar al más mínimo detalle cada instante de esos dos minutos de mi vida, y no tengo la menor idea del motivo. Al fin y al cabo, estoy seguro que no son más interesantes que otros períodos de dos minutos ese mismo día, o de cualquier otro día de ese verano, o de cualquier otro verano de mi infancia. De hecho, bostezo inconteniblemente al releer lo que acabo de escribir.
Y sin embargo, ahí está, inmaculado e implacable, ocupando obstinadamente el lugar en el que bien podría estar, por ejemplo, el recuerdo de dónde carajo dejé las llaves del auto esta mañana.

Televisión y producto

Shopping TV

Shopping TV

Conversando hace un tiempo ya en el foro naranja acerca de la tan mentada "televisión basura", Mister Mabuse se despachó con una reflexión que modificó muchísimo mi forma de considerar a la TV como un medio artístico y/o popular y/o comercial. Aquí parafraseo casi literalmente este concepto, sin pedir de ninguna manera permiso al autor original:

[...] Igual el error es pensar que en televisión el cuerpo principal es el programa. En realidad, lo que importa es la tanda publicitaria, y los programas son meros envoltorios de ese esqueleto. Funcionan si el envoltorio de la tanda está acorde con el carozo que envuelve, y si no, se tira. Que funcione un programa implica algunas cosas: en primer lugar, el aspecto cuantitativo, que obligue a la mayor cantidad de personas a estar presentes ante la pantalla en el momento en que la tanda aparece. Ese sería el ítem rating.
En segundo lugar, cualitativo, es que logre que la gente que pueda quedarse a ver la tanda (es decir, la gente que ve el programa) responda a un perfil socioeconómico que esté en condiciones de consumir dicho producto, por lo tanto el programa tiene que estar diseñado como para capturar dicha mirada.
Y en tercera instancia, el aspecto de la construcción de psicologías; es decir: no sólo que el programa debe atrapar cierta genta cercana a los productos anunciados en la tanda, sino que debe lograr generar una necesidad (una sensación de necesidad, se entiende) que empuje a cada vez más gente a sentir que sin ese producto su vida es más triste que con él. Así es como la TV construye modelos de persona, y modelos de interrelación entre personas.
Después, si el programa está bueno o no, es una subjetividad que a los gerentes de programación no los toca.
Y es lógico. Pensalo así: si vos fabricás fósforos (ejemplo que cito de un ensayista), sabés que fabricás por ejemplo 100 cajitas por día, que cada una te cuesta, ponele, 3 centavos, y que vendiendo x cantidad a x precio tenés tu ganancia. Ahora en la tele se invierten cientos de miles de dólares por semana, y el "cliente" no paga nada. ¿Entonces?
El error de concepto es pensar que el "cliente", es decir, el destinatario de la programación, es el espectador. El "cliente", es decir, el destinatario, es la empresa que fabrica productos que irán publicitados en la tanda. Es a ellos a quien va dirigido todo, es decir: al que paga. Y en realidad el público (nosotros) no es el destinatario del producto, sino que somos nosotros el producto que los gerentes de programación ofrecen al cliente, que es la empresa que publicita.

B.A.T.

Burglar Alarm Technicians

Burglar Alarm Technicians

Luego de perder su fortuna al apostar todas las acciones de Bruce Wayne Industries a que Argentina llegaba a cuartos de final en el mundial de Japón/Corea, Bruce no se dejó vencer por la depresión y convenció a Alfred de que le tirara unos mangos para armar una compañía de seguridad en Miami.

Tan mal no les va, pero el Batimóvil igual se los subastaron.