Si Osvaldo se hubiera encontrado una lámpara mágica como Dios manda, arabesca y bruñida, oculta en una pequeña cueva en medio de un desierto en medio oriente, ahí la cosa cambiaba. Pero lo que encontró fue una linterna Eveready oxidada, tirada a un costado del mingitorio en el baño de una estación de servicio de la ruta a Venado Tuerto, y eso explica mucho.
La sacudió un poco para sacarle la mugre, y al frotarla con la manga de su gastado saco se materializó, con un plaf bastante lastimoso, un genio rantifuso y algo atolondrado, de boina celeste y alpargatas llenas de agujeros que dejaban entrever unas uñas asquerosas.
Osvaldo, que había leído "Aladino" en tercer grado, ya venía con un deseo bien preparado, y no lo dudó: pidió tener la habilidad de ver el futuro. Se imaginaba haciendo saltar la banca en el casino de Mar del Plata, pegando la quiniela semana tras semana, publicando best-sellers de clarividencia. Pero este genio de cuarta que le tocó en suerte, como era de esperar, cumplió el deseo a la medida de sus escasas posibilidades. Osvaldo puede ahora ver el futuro, sí, pero sólo medio segundo más adelante que el presente que todos vivimos. Convengamos que no es mucho.
Hace meses que vengo tratando de ayudar a este pobre hombre a sacar provecho de su nuevo don, pero mis ideas no resultan demasiado rentables y Osvaldo cada día se marchita otro poco, mirando en el espejo la imagen de alguien siempre un instante más cerca de la muerte.