Vívidos recuerdos vividos

Hay recuerdos que es natural que se almacenen prístinos y lustrados: primeros días de escuela, gente amada que se muere, goles a los ingleses. Su propia singularidad hace que no haya demasiado mérito en que los tenga ahí, en la punta del lóbulo frontal, listos para saltar.
Los más interesantes son los otros, esos que no tengo idea de por qué están ahí, y aun menos de por qué aparecen cuando lo hacen. Como el que se me deslizó en la conciencia anteayer, volviendo del supermercado.

Tengo ocho años, y decido salir a dar una vuelta en mi bicicross negra, freno contrapedal, aquella que encontrará meses más tarde un triste final bajo las ruedas implacables de una Ford Bronco. Supongo que son cerca de las dos y media de la tarde, porque no hay demasiada gente en la calle; el calor hace que la hora de la siesta sea, no casualmente, somnolienta y viscosa. Se siente como si la tarde pudiera untarse en el asfalto.
Llegando a la esquina a dos cuadras de casa lo veo a Cristian, un pibe que va a cuarto grado (yo estoy en tercero) y por lo tanto no nos consideramos amigos, pero tampoco hay encono: somos distantemente cordiales. Es más alto, más morocho y lleva el pelo más largo que yo, pero ninguna de estas ventajas me desvela. Está sentado con la espalda apoyada en una de las varias casas vacías del barrio y luce una remera Ocean Pacific azul eléctrico, con un surfer que surca magistralmente una ola allá en las lejanas playas de Hawaii. A su lado, Bruce Springsteen canta "Dancing in the dark" entre dientes apretados desde un primigenio minicomponente, el cual sí es objeto de mi sana envidia.
Freno a unos metros y saludo con un movimiento de cabeza pero no digo palabra, para no ensuciar el momento musical. A los pocos segundos la canción termina.
- Me mata esta canción - me dice sin mirarme, sacudiendo la cabeza -, no puedo parar de escucharla.
Detiene el avance del cassette y rebobina un rato, mientras yo sigo ahí parado, sin decir nada. Aprieta play y arranca nomás, como suponía, de nuevo el mismo tema. Pongo el pie derecho en el pedal y arranco yo también, para el lado de la canchita de fútbol, mientras la música se va disolviendo de a poco allá atrás al alejarme.

Puedo rememorar al más mínimo detalle cada instante de esos dos minutos de mi vida, y no tengo la menor idea del motivo. Al fin y al cabo, estoy seguro que no son más interesantes que otros períodos de dos minutos ese mismo día, o de cualquier otro día de ese verano, o de cualquier otro verano de mi infancia. De hecho, bostezo inconteniblemente al releer lo que acabo de escribir.
Y sin embargo, ahí está, inmaculado e implacable, ocupando obstinadamente el lugar en el que bien podría estar, por ejemplo, el recuerdo de dónde carajo dejé las llaves del auto esta mañana.