Vivo acá donde vivo desde hace un par de años. Y como todos somos permeables y respiramos en ósmosis permanente, ahora luzco orgulloso mi lado tropical. Estas Lágrimas Negras, del disco homónimo de Bebo Valdés y Diego "El Cigala", valen como perfecta muestra.
Descubrí este disco gracias a mi admiradísimo Diego Manso, maestro curador de Falatório. Sin pedir ningún tipo de permiso (no tengo demasiado para perder en un juicio por derechos de autor), le tomo prestado un par de párrafos en los que desgrana el espíritu del disco de una manera que jamás yo podría lograr, como si hubiera estado sentado ahí, fumando un cigarrillo en un costadito del estudio.
Entre Bebo Valdés y Dieguito "El Cigala" median cincuenta años. Uno, abandonó Cuba a principios de los sesenta para radicarse en Estocolmo. El otro, que recibiera su bautizo artístico por gracia de Camarón de la Isla, aparece en los tempranos noventa como heredero del mejor linaje flamenco. Juntos, grabaron en apenas algunas jornadas, un disco milagroso que se dio en llamar "Lágrimas negras". Un título que no debería entenderse como otra cosa más que una mera fórmula: la pluralidad de lágrimas que brota de las canciones no admite clasificaciones ni matices capaces de contenerla. Si vamos a llorar, hagámoslo bien.
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El dolor puede ser desmenuzado en miles de dolores. Puede doler una sola palabra, aunque no necesariamente la palabra entera. Puede doler una sílaba. Esto lo sabían Amália Rodrigues, Nina Simone o La Lupe. Lo sabe Chavela Vargas. El dolor puede fragmentarse, invadir, volverse rumiadura. Diego "El Cigala", constantemente comentado por el piano de Bebo Valdés, proyecta el dolor en miles de dolores. Entiende de lágrimas y saudades, de punzadas y espeluznos.
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Tal vez, "Lágrimas negras" sea la biografía del corazón. Del dolor de amor su parlamento. De la vida entera, quizás, algo de su belleza.
Pueden leer el resto acá (Falatório no tiene páginas individuales para los posts, así que busquen la entrada correspondiente al 9 de Marzo).
Y ahora, bajen las luces, sírvanse una copita de ron y empiecen a bailar despacito con la memoria de lo perdido.
Mejores dos segundos®: Diría que los mejores dos segundos son todos, pero para no hacer trampa elijo el momento mágico en que la canción cambia de paso y entra al trotecito a los estribillos finales.