A Héctor lo sorprende en medio de la mañana una inusual brisa de inspiración. Se le ocurre una idea maravillosa para un relato, una alegoría perfecta acerca de la angustia inherente al ser humano y la imposibilidad de olvidar un verdadero amor. En un papelito anota conceptos sueltos que supone fundamentales y suficientes: "bocado salvaje", "un pequeño aullido", "antiguos pasos retumban en la calle".
Esa noche Héctor llega a su casa cargando siete tazas de café, un trámite casi eterno en el banco, dos desganadas peleas telefónicas y catorce cuadras de pies arrastrados desde la parada del colectivo. Se deja caer frente a la Remington, saca del bolsillo sus ajadas notas y desgrana un cuentucho horriblemente ordinario acerca de un perro salchicha que muerde a una vieja en la vereda.
Ideas fantásticas sobran, digo yo. Lo que faltan son instrumentos de plasmado inmediato.