Hay algo desconcertante en visitar una ciudad en la que uno no entiende absolutamente ni una palabra del idioma, como si se pudiera experimentar (aunque sea por unos días) la sensación de ser analfabeto. Pero cómo no enamorarse de una lengua en la que se dan el gusto de acentuar las consonantes, digo yo.
Haciendo un rápido cálculo mental, con los elementos históricos de una mísera cuadra en Praga se podrían rellenar tranquilamente dos docenas de museos en cualquier otro punto del planeta. Y los lugareños así, tan campantes, caminando entre esos retazos de historia como si fuera lo más normal del mundo.
En estos días parece no haber calle en Praga que no se encuentre invadida por hordas de aficionados mexicanos, fácilmente identificables por sus casacas verdes y carcajadas con tonadilla. Si el Mundial se definiera en base a kilómetros cuadrados invadidos en Europa Central, a estos alegres muchachos habría que darles la copa ya mismo.
Si se hicieran desaparecer mágicamente todas las tiendas groseramente orientadas al turismo (cristalerías bohemias, gigantescos muestrarios de marionetas supuestamente hechas a mano, teatros negros y restaurantes especializados en knedlíky y goulash en pleno verano), el centro de Praga reduciría su masa total en un 80%, sin lugar a dudas.
Las mujeres checas, como reza el saber popular, suelen ser atractivas. No parece haber, sin embargo, un fenotipo claramente definido: algunas son de piel dolorosamente blanca y cabellos clarísimos, y otras lucen un tostado oliváceo que combina perfectamente con el azabache de su pelo. Las hay de piernas larguísimas y las hay de rostros redondos como manzanas, y en ocasiones ambas características se dan simultáneamente. Son a veces delgadas y a veces rotundas, a veces minúsculas y a veces gigantescas. Pueden vestirse de manera muy clásica, pero también uno se cruza diariamente con varias jovencitas que parecen pertenecer al cuerpo de baile que acompañaba a Cyndi Lauper en el año 1985.
Quizás la única característica que parece ser común a todas ellas es una tendencia al rostro feroz, de rictus cruel y ojos helados, como si estuvieran dispuestas a desollar con sus propias uñas al primer incauto que ose cruzárseles por el camino. O quizás es una simple ilusión óptica.
Don Mateo pareció encontrar en las callejuelas de los barrios más turbios de Praga, cuna de prestidigitadores, descuidistas y pícaros, un campo de práctica perfecto para perfeccionar sus habilidades más cuestionables. Tiemblo al pensar lo que les espera a los pobres Serbios y Montenegrinos cuando retornemos a tierras alemanas para encarar el segundo partido de nuestra gira mundialista.