Mi bisabuelo por el lado de mi abuela Lillie se llamaba Thure, pero yo siempre lo llamé morfar (pronunciado como "múrfar", no como el término lunfardo). Así lo llamaba mi mamá (morfar quiere decir "padre de mi madre") y yo también, sin importar que nos separara una generación más de lo que el término implica.
Thure nació a fines del siglo XIX en Malmö, una ciudad al sur de Suecia. Por esos azares de la vida corporativa eventualmente cayó en un suburbio del sur del Gran Buenos Aires y ahí echó raíces, en una esquina con un tilo enorme en el jardín y calles empedradas del otro lado del cerco vivo. Esa casa terminó quedando en la familia y fue donde viví parte de mi infancia, toda mi adolescencia y algunos años más, hasta casarme. Mis padres siguen ahí. La mesa con tapa de cobre que se ve en la foto todavía decora la sala de estar.
Nos separaban ochenta años pero jugábamos a las damas, al dominó y, ya de más grande, al ajedrez, sentados en el fresco del living a la hora de la siesta mientras el resto de la familia charlaba o dormitaba en el jardín, a la sombra del tilo. El silencio concentrado del juego sólo se interrumpía por el silbido de fuelle pinchado de su respiración, banda de sonido del enfisema que lo terminaría matando en el '82.
Thure no concebía la idea de andar de vestido de entrecasa. Usaba saco en invierno y en verano, y sombrero cuando iba de visita a algún lado. Creo que jamás lo vi sin corbata. Uno me ve y es claro que no hay nada vikingo en mi configuración genética, pero me gusta pensar que mis intentos de vestirme en forma relativamente aceptable son vestigios de esa porfiada elegancia que cruzó el Atlántico con él.
A pesar de haber llegado al país cuando todavía era joven, la Argentina no pudo arrebatarle a Thure su acento sueco ni su optimismo. Aún hoy, cuando queremos destacar alguna situación positiva, usamos en nuestra familia uno de sus latiguillos, arrastrando una erre germánica: "Perrrro qué bien, ¿no?"