Postales de un refugiado

El Jueves por la tarde dan la orden de evacuación. Armar el bolso para una ausencia difusa, de horas que se podrían transformar en días, no toma demasiado tiempo: ropa, material de lectura, una baraja española para el chinchón, una radio, pilas, algo de comida chatarra. Cuando lo cierro y me lo cuelgo al hombro, lo siento algo liviano. Vuelvo a abrirlo para revisar y compruebo con desazón que de todas maneras no hay lugar en ese bolsito de lona para lo que me está faltando. El escudo protector electromagnético inexpugnable made in Japan que compré online en Amazon hace unos meses para evitar que nada malo les ocurra jamás a la Entintada y El Pulga (futuro endiablado puntero derecho y su okupa uterino desde hace ocho meses) es demasiado grande y pesado para llevar con nosotros. Parece que cuidarlos será responsabilidad exclusivamente mía, entonces.

La Entintada, tranquila, me mira sonriente y se acaricia la panza mientras subimos los bártulos al auto. Esta pobre gente no sabe en quién están confiando su bienestar.

Empujá, Tito, que ya llegamos

Empujá, Tito, que ya llegamos

El hotel/refugio es un crisol de razas, si se me permite la trillada expresión. Italianos (que de lejos suenan igual a cualquier porteño chanta), españoles, una pareja de dinamarqueses vestidos casi iguales, colombianos, cubanos (por supuesto). Nosotros, entre hoscos y retraídos, sólo hacemos buenas migas con una nena que acusa cuatro años pero muestra sólo tres con los dedos y nos pasamos el resto del tiempo tirados en la cama, durmiendo o leyendo al ritmo del viento.

En la mesa del desayuno, escucho la conversación de la mesa de al lado mientras mastico un panqueque con aire distraído (mis antenas parabólicas son herencia materna). Un dominicano grandote, de mostachos imponentes y aspecto de luchador mexicano, le cuenta al padre de nuestra pequeña amiga que es de Queens, New York, y ésta es su primera visita al sur de Florida. Después comenta que se dedica al diseño de moda femenina y mi lado prejuicioso me dicta que, la verdad sea dicha, su tipo físico no coincide en absoluto con el estereotipo habitual del oficio que pregona.

Un rato más tarde, mientras fumo sentado en un banco junto a la puerta del hotel, veo pasar a nuestro Versace latino, luciendo unas chancletas chinas de color fucsia furioso. Admirado, tengo que admitir que le quedan espectacularmente bien.

Olas que vienen, olas que van

Olas que vienen, olas que van

Se corta la luz. Como no llueve demasiado y el viento nos da un respiro, salimos a buscar una linterna, para poder pasar la noche sin reventarnos el dedo meñique del pie contra la pata de la cama cuando intentemos ir al baño.

Encontramos, casi de milagro, un minimercado abierto en la calle que bordea el aeropuerto. Otra pequeña sucursal de la OEA, con representantes de cada país latinoamericano pululando en la penumbra entre las góndolas. La muchacha delante mío en la cola para pagar pide unos cigarrillos en español y el cajero advierte su acento.

—Eres paraguaya, ¿no?

—Sí, sí—, sonríe la chica, con cara de circunstancia.

—Ah, entonces Margarita va a querer hablar contigo—, dice el tipo, y enseguida vocifera, mirando hacia el fondo del local: —¡Margarita! ¡Vente para aquí, que ella es paraguaya!

La pobre muchacha se queda ahí parada, con la sonrisa congelada y el dinero en la mano, sin saber bien qué esperar de la situación. A los pocos segundos aparece una señora muy mayor, bajita y rechoncha, que sin ningún tipo de rodeo o presentación saca del bolsillo una tarjeta telefónica prepaga, y le espeta:

—Ayer hablé a Asunción con ésta de veinte dólares, y me duró nada más que quince minutos. ¡Quince minutos!

La jovencita paraguaya no atina a responder, y se nota por su expresión confundida que está tratando de entender qué diablos tiene que ver ella con las intrincados detalles tarifarios de las comunicaciones telefónicas intracontinentales. La viejita, exasperada, intenta aclarar un poco más su problema con algún detalle geográfico:

—Y conste que era Asunción en Paraguay, no en Uruguay, ¿eh?

El silencio confundido de la chica, que trata en vano de darle algún sentido a toda la inexplicable escena, se hace eterno.

Aprovechando la pausa, pago rápido lo mío y salgo, temiendo que en algún momento a alguien se le ocurra incorporarme a la conversación. Cuando al guionista de mi vida le agarra ese ataque de teatro absurdo me suelen ganar los nervios y opto siempre por hacer mutis por el foro.

Frances a pleno

Frances a pleno

Sin posibilidad de seguir el progreso del huracán en televisión por el corte de energía, tenemos que recurrir a la radio. El problema es que casi todas las estaciones transmiten en duplex con algún canal de televisión y los cronistas se refieren constantemente a las imágenes en pantalla, lo que obliga a mi imaginación visual a trabajar más que de costumbre.

En mi somnolienta cabeza de siesta vespertina, el huracán muta de espiral a flor y el mapa de Florida se asemeja mucho a Italia. La voz de la cronista es idéntica a la de María Martha Serra Lima, si María Martha hablara perfecto inglés, así que de ahí en adelante espero que en cualquier momento rompa en canto, matizando tanta lluvia y destrucción con "Reloj, no marques las horas".

Antes de dormirme profundamente, sonrío convencido de que mi versión de la realidad es mucho mejor que la que nos quieren vender.

Fijate si se rayó un poco el auto

Fijate si se rayó un poco el auto

De vuelta en casa, repaso el paisaje desde el balcón. Por primera vez en varios días, y por dos brevísimos segundos, el sol se escurre entre las nubes y hace brillar el asfalto mojado. Después empieza a llover de nuevo, pero un poco más suave.

(Fotografías originales del Miami Herald)