Apenas se sentó en la única silla vacía que quedaba supe que no iba a tener otro remedio que odiarlo.
El principal (y, sinceramente, único) problema radicaba en la perfección de su rostro. No me refiero al concepto de belleza clásica aunque, a juzgar por los gestos amistosos y las risitas de Alicia, quizás fuera un tipo atractivo. Lo que a mí me repugnó inmediatamente fue que todo en su semblante era demasiado armónico, demasiado calculado.
Para empezar, la simetría bilateral era impresionante: parecía que sólo se hubieran ocupado de dibujar una de las mitades de su cara y luego, perezosos, hubieran completado la otra con ayuda de un espejo. Y esta precisión geométrica, lamentablemente, continuaba en el resto de las facciones. Las orejas, por ejemplo, ocupaban el tercio intermedio de la altura total de la cabeza, ni un milímetro más ni un ápice menos. Cuando sonreía, en un arco perfecto, las comisuras de la boca se alineaban obedientes con los extremos de sus ojos. Y hubiera apostado buena plata a que el número de vellos en cada una de sus insoportablemente idénticas cejas era el mismo.
Tomé la decisión de dejar de dirigirle la mirada por el resto de la tarde para no seguir alimentando mi desagrado, que por otro lado me molestaba por lo caprichoso e injusto. Prendí un cigarrillo y procedí a concentrarme en la punta de mis zapatos.