Lillie no era diminutivo de Liliana o Lillian. Su padre sueco la había bautizado así en 1930: Lillie (con dos eles) Elisabeth (con ese). Todavía guardaba una cucharita de plata que usaba de chica con sus dos nombres grabados en el mango.
Era profesora de inglés en colegios secundarios. Podía recordar apellidos y promociones enteras de décadas pasadas. Su letra en el pizarrón era tan elegante como sobre el papel y si se cansaba de escribir con la mano derecha podía seguir con la izquierda casi sin que se notara el cambio.
También daba clases particulares en su casa de Turdera, en un altillo convertido en aula al que se llegaba subiendo por una escalera demasiado empinada. La madera del piso crujía y el ambiente olía a tiza y libros.
En las reuniones familiares cocinaba mucho y de todo. Aún cuando Bobbie, su marido, se encargaba del plato fuerte (guiso de bacalao o conejo al vino blanco), ella complementaba la mesa con una multitud de platitos, bandejas y bowls: ensaladas, tartas, purés, salsas. Ya después del postre y el café, invariablemente, se daba cuenta de que no había traído a la mesa algún plato, olvidado en la heladera o el horno.
En los ratos libres miraba series y hacía crucigramas en castellano y en inglés, con letra prolija y efectividad envidiable, canturreando en voz baja, siempre contenta. Siempre sonriendo.
Hace un par de semanas se murió mi abuela Lillie. Se terminó de morir, en realidad: sus últimos años fueron de esos en los que el cuerpo y la cabeza se desmoronan a un ritmo alarmante.
Pero aún cuando ya no podía hablar y rara vez nos reconocía, esa obstinada alegría se resistió a abandonarla. Por algo será.