La gente dice que tengo los ojos de mi papá, los gestos de mi mamá, el pelo de mi abuela materna y las cejas de mi abuelo paterno.
La gente también dice que tengo la sonrisa de un campesino arrocero en las afueras de Tokio a principios del siglo XIV, el andar de un cardumen de salmones noruegos, la resistencia al frío de una vasija de adobe, el sentido de la orientación de un amortiguador coaxial a resorte y la habilidad deportiva de un suspiro de esa novia abandonada que se asoma todas las mañanas por el balcón del cuarto piso.
Claramente, la gente no tiene la más pálida idea sobre genética.