Vistos desde arriba, los muros exteriores del castillo forman un cuadrado casi perfecto. Un jinete a todo galope tardaría más de treinta minutos en recorrer de punta a punta tan sólo uno de sus lados, por lo que dar una simple mano de pintura estas paredes resulta una tarea ciclópea. En aras de una mayor efectividad, los pintores se dividen en dos grupos que comienzan a trabajar en esquinas opuestas del perímetro y avanzan en el sentido de las agujas del reloj.
Quinientos días con sus noches tarda cada cuadrilla en dar media vuelta a la fortificación y completar su parte del trabajo. Allí, el grupo que comenzó en la esquina suroeste descubre que sus contrapartes noresteños utilizaron un tono carmín furioso, mientras que ellos jamás se apartaron del azul violáceo. Al otro lado de la gigantesca construcción se da una situación similar, pero lógicamente inversa.
No importa demasiado. El castillo jamás estuvo habitado y continuará desierto por siempre. Nunca nadie logra atravesar el ancho foso que lo rodea, desbordante de agua hirviente, dragones lacustres y sanguijuelas del tamaño de un pequeño cerdo. Uno a uno, los pintores de ambos equipos se encogen resignadamente de hombros y reanudan sus tareas, siempre avanzando hacia la izquierda, cubriendo la pintura roja con generosas dosis de azul o viceversa, según corresponda.