El año que viene saldremos a excavar pequeños agujeros en el jardín con nuestras uñas desnudas, y los llenaremos de soldaditos de juguete, migas de mazapán, mariposas muertas y las pestañas que se nos pegan en los dedos cada mañana. Durante las tardecitas de lluvia nos sentaremos junto a la ventana, empañándola con aliento a leche chocolatada, y haremos fuerza para que algo, no importa demasiado qué, empiece a crecer en nuestra huerta.
El año que viene llevaremos un minucioso catálogo de todas nuestras carcajadas en un cuaderno prolijamente forrado con papel araña amarillo, escribiendo cada nueva entrada con el ceño fruncido, la lengua afuera y la misma caligrafía temblorosa que teníamos a los seis años.
El año que viene armaremos una compleja máquina, llena de poleas y palancas y engranajes, que sirva tanto para pasar el plumero por la parte superior de los ventiladores de techo como para fotografiar secretamente a los duendes que (sospechamos) vienen todas las madrugadas a jugar a la rayuela en el piso de la cocina. La pintaremos de verde manzana, porque ése es el color indicado para cualquier máquina llena de poleas y palancas y engranajes que se precie como tal.
El año que viene caeremos en la cuenta, durante la segunda mitad de un viaje en tren, de lo ridículos que resultan todos estos planes que hoy trazamos. Pero dos minutos después nos olvidaremos de aquello que nos dimos cuenta, de la primera mitad del viaje en tren y (también) de todos estos planes que hoy trazamos.
El año que viene tendremos demasiadas cosas para hacer, así que en este sencillo acto decretamos que el año que viene empezó anteayer y se terminará cuando se nos dé la regalada gana.