“Antes, pasaba por la ciudad como un sonámbulo; tenía los ojos abiertos pero no veía más que lo indispensable para poder hacer el recorrido que debía hacer. Pero luego, en ese tiempo abierto por la mirada de los ojos verdes, la ciudad había cobrado sus tres, o cuatro, dimensiones; vivía en ella, respiraba en ella y sentía que respiraba, y conocía sus buenos y sus malos olores. Comencé a distinguir los matices de tristeza de ciertos tubos de neón cuando se reflejaban en ciertas veredas, o la alegría fugaz de algún reflejo inesperado —el color rojo de un auto en un chorro de agua, la luz de los semáforos en las noches de lluvia (esa alegría inmensa del rojo brillante o la dulce pureza de la luz verde, mojados por la lluvia, rebotando contra las veredas; paredes de mármol o superficies brillantes de automóviles, que contrastaban con la dulce tristeza infinita de esas lluvias de marzo o abril que, mansas e infatigables, caían y caían en la ciudad alfombrada del amarillo y el marrón de las hojas de los plátanos)—. Sí, hay otoños felices, como hay felicidad en la tristeza y aun en la desesperación: la cosa es estar vivo y saberlo, sentirlo —y maldigo mil veces este miedo sordo de todos estos años, cuando la vida de todos nosotros se fue secando, achicando, apocando, sin lugar siquiera para la tristeza: nada más que miedo, nada más que odio, nada más que, allá perdida, muchas veces oculta, una ínfima porción de esperanza, gastada de tanto manosearla y manosearla, queriendo exprimirle aunque fuera unas gotas, unas gotas más para sobrellevar el presente de horizonte cerrado, bajo un techo de plomo, impenetrable—; cómo llegué a odiar también esta ciudad, que se iba cayendo a pedazos, que nos iba enterrando entre paredes cada vez más altas y cascotes y polvo y ruido y silencio y oprobio.”