Mateo sabía muy bien que las fuerzas de seguridad alemanas estarían particularmente atentas ante cualquier intento de regreso a territorio teutón con la intención de asistir al partido de Argentina frente a Holanda, último match de la primera ronda del Mundial. Sabía también que ellos iban a estar esperando lo inesperado, como que cavara un túnel subterráneo desde París hasta Frankfurt o se camuflara como integrante del equipo de mantenimiento del césped del estadio.
Fue así que decidió, con esa simple genialidad tan lamentablemente enfocada al mal, repetir la estrategia utilizada en todas sus incursiones previas: ingresar caracterizado como un simple aficionado más.
Y, por supuesto, funcionó.
Eso sí, como medida precautoria para evitar las ruidosas calles de Frankfurt, repletas de oficiales policíacos y cámaras de vigilancia, el minúsculo malhechor decidió basar sus operaciones en un somnoliento pueblito aledaño llamado Bad Homburg, rebosante de esquinas encantadoras y arquitectura digna de un reloj cucú.
El ingreso al estadio fue tal cual lo esperado. Mateo atravesó sin problemas todo tipo de control, armado de la sonrisa más falsamente ingenua que jamás se haya visto en Europa. En el trayecto hacia la tribuna y a lo largo del desarrollo del encuentro, nuestro precoz malviviente se alzó con el efectivo y las tarjetas de crédito de más de doscientos aficionados (todos ellos identificados con el furioso naranja holandés, casi como una cuestión de conciencia patriótica), quienes jamás sintieron siquiera un roce de sus hábiles dedos.
Sin embargo, esta jornada (que se presentaba como un punto altísimo en la carrera criminal de nuestro héroe) terminó resultando un amargo final para su gira delictiva europea. Y el pequeño cayó como suelen caer aquellos que se saben inmensamente talentosos y buscan siempre nuevos límites, volando demasiado cerca del sol.
Cuando ya estaba por concluir el encuentro, y quizás envalentonado por los miles de Euros que llevaba recaudados en sus andanzas del día, Mateo intentó la técnica denominada pungueta triple, en la cual utilizó cada una de sus manos simultáneamente para quitarles la billetera a ambos miembros de una pareja de japoneses sentados frente a nosotros, mientras con los dedos del pie derecho (desnudo luego de deshacerse de la zapatilla y su media correspondiente) abría el cierre de la cartera de una pulposa holandesa que ocupaba el asiento vecino.
En el momento en el que se comenzaba a dibujar una pícara sonrisa en su rostro, regodeándose por su asombrosa habilidad para el latrocinio, un camarógrafo en el campo de juego quedó prendado de su mueca y decidió enfocarlo en gran detalle. Consecuentemente, el director de cámaras decidió que esa tierna toma era exactamente lo que la transmisión televisiva necesitaba para animar el anodino match y ponchó alegremente, reproduciendo en cientos de millones de televisores alrededor del mundo y (más fatalmente) en las cuatro pantallas gigantes del estadio el preciso instante en que Mateo daba por concluida su fechoría final.
En cuestión de segundos, cerca de una veintena de policías, oficiales del FBI y soldados de las fuerzas especiales de la OTAN nos rodeaban, escoltándonos fuera del estadio a punta de fusil automático.
De ahí en adelante, los acontecimientos se sucedieron vertiginosamente. Como las leyes germanas no contemplan en ninguno de sus incisos la posibilidad de enfrentarse con un detenido de tan corta edad, no importa cuán larga sea su planilla delictiva, no tuvieron más remedio que dejarnos ir. Eso sí, todos los pasaportes del Clan Entintado fueron engalanados con severos sellos que nos prohíben (a nosotros y a nuestras próximas cinco generaciones de descendientes) pisar territorio europeo en el futuro.
Además, las autoridades se aseguraron que nuestro viaje de vuelta a Argentina fuera lo más incómodo posible, incluyendo en el itinerario un cruce del Mar Caspio en balsa maderera de bandera afghana, un largo trayecto a lomo de dromedario a través del Sahara y un turbulento vuelo en una aeronave Hércules C-130 entre Marruecos y la Guyana Francesa. Gracias a este complicado periplo, tuvimos la poco envidiable oportunidad de ver el partido México-Argentina (correspondiente a cuartos de final de la competencia) en un vetusto televisor blanco y negro en las afueras de Manaos, en plena selva amazónica. Es quizás superfluo aclarar que los aborígenes de la zona, claramente identificados con la selección verdeamarelha, no fueron muy comprensivos con nuestros desenfrenados festejos luego de la esforzada clasificación a la siguiente fase, y tengo en mi cuello varias cicatrices causadas por proyectiles de cerbatana que certifican claramente este hecho.
Estamos al fin de vuelta en nuestro hogar, luego de casi una semana de agotador viaje. La Entintada y quien esto escribe desean fervientemente que las penurias sufridas hayan servido de escarmiento para Don Mateo, quizás encauzándolo antes de que sea demasiado tarde, pero no nos tenemos demasiada fe. De hecho, lo sorprendí anoche utilizando mi teléfono celular para comunicarse con uno de sus secuaces en Johannesburgo, comenzando ya a organizar su desembarco sudafricano para la copa del 2010.
Me parece que no voy a tener otro remedio que llamar a Nelson Mandela para que se vaya preparando.