Voy a escribir un libro sin preocuparme en lo más minimo por los gustos del público. No voy a investigar los temas más candentes en las listas de best-sellers de los diarios dominicales ni pienso contratar a una consultora para que sondee las tendencias del mercado literario, segmentado por sexo, edad y grupo socioeconómico. Nada de fantasía épica adolescente, ni de profundas investigaciones sobre la turbia vida de personajes de la política, ni de claves meticulosamente enumeradas para vivir una vida más plena. No permitiré que un editor cambie una mísera coma de lugar. Ni siquiera les daré los borradores a mis amigos más cercanos para que me ofrezcan su opinión. Voy a escribir, solamente para mí, la novela que me venga en gana.
El protagonista tendrá trece años y se hará llamar, dependiendo del capítulo, Juan, Braulio o Angélica. El tiempo a veces correrá hacia atrás y otras veces hacia adelante, según convenga. La historia (en realidad, el manojo de cientos de historias paralelas) transcurrirá a lo largo de un período cercano a los siete meses, pero en todo momento serán las seis y veinte de la tarde de un viernes de verano. Algunos personajes serán viejos y jóvenes a la vez, de a ratos ricos y de a ratos pobres, desdoblándose y fusionándose conforme avance o retroceda la historia. Todos, absolutamente todos, estarán perdidamente enamorados y no habrá lugar para el cinismo. Ocurrirán (en desorden) cuatro traiciones, cinco tropiezos, seis abandonos y quince redenciones. Los besos serán bastante más importantes que los cuchillos. Habrá un capítulo escrito enteramente en letras azules. Habrá una encargada de un puesto de peaje tan bella que, literalmente, duela. Habrá un vaso que caiga y se haga añicos, en varios momentos, sobre varios pisos, resbalando de las manos de varias personas, y será siempre el mismo vaso. Habrá un reflejo atrasado de una novia inventada en un espejo mentiroso. Habrá un ejército de monos carteristas asolando las calles de Bogotá.
El libro será el equivalente literario a sentarse en el cordón de la vereda para tomar un helado, diez minutos después de haber llegado a casa después de un viaje demasiado largo, a esa hora en que la tarde se niega a despertarse de la siesta.
Creo que con una buena campaña de marketing puede llegar a vender muchísimo. Me vendría bien, así cambio el auto y me hago un lindo crucero por el Caribe.