Mis demonios, como los de todos, suelen acechar por la noche. Pero éstos son particularmente vagos y bastante torpes, y no parecen recordar mucho de las lecciones básicas cursadas en las aulas del Averno.
Escucho perfectamente los aleteos cada vez más cercanos y el chirriar de inmundas garras que rasgan las tejas del techo en sus imperfectos aterrizajes. Ya dentro de la casa, tosen dentro de los armarios y se tropiezan con los zapatos que dejo tirados en los pasillos. En ocasiones intentan esconderse debajo de la cama para sorprenderme cuando me levante a cerrar esa ventana que se golpea por la tormenta, pero no pueden contener la risa y se delatan a sí mismos con bufidos ahogados. Se confunden constantemente de puerta y quedan encerrados durante horas en el baño, hasta que la luz de la mañana los disuelve en un montoncito de ceniza amarilla y maloliente.
Todos tenemos los demonios que nos merecemos, creo yo.