La escena se repite cientos de veces al día, casi sin variantes: el semáforo cambia a rojo y empieza a amontonarse sobre la calle una mezcla variopinta de payasos malabaristas, chicas cargando ramitos de flores y todo tipo de vendedores de plumeros, juguetes, guías de tránsito y cargadores para teléfonos celulares. Soportando con impaciencia la forzada detención, pocos se dignan a prestarle atención al autito desvencijado que, cruzado en la esquina, maniobra de acá para allá con las balizas prendidas. Muy de vez en cuando alguno de se acerca y tira por la ventanilla semiabierta una moneda, recibiendo a cambio un bocinazo agradecido. Eventualmente la luz verde hace que todos vuelvan a ponerse en movimiento y sigan su camino calle abajo; todos excepto el autito, que se refugia junto al cordón y espera, con el motor traqueteando de esperanza, que el semáforo vuelva a congelar por un par de minutos ese chorro interminable de gente.