De por qué los guiones de Alberto Migré tenían, en promedio, dos mil seiscientas carillas

Buenos Aires, un día parcialmente (pero no depresivamente) nublado, alrededor de las tres y media, quizás algo más cerca de las cuatro. El taxi, al que vemos a mitad de cuadra, avanza lentamente a unos 20 kilómetros por hora, acercándose al cordón en clara señal de terminar su viaje actual (o quizás recoger un pasajero, duda que se despeja rápidamente al ver una silueta de mujer en el asiento trasero, del lado del acompañante). Al llegar a la esquina efectivamente se detiene, sobre la mano derecha, facilitando galantemente el eventual descenso de la pasajera.

Corte al interior del vehículo. Es un Peugeot 404, o en su defecto un Siam Di Tella. Humilde, pero impecable: la cuerina de los asientos resplandece en la escasa luz que se filtra entre las nubes, los cromados han sido lustrados quizás esa misma mañana, y (a pesar de que no podemos apreciarlo) un suave aroma a pino se desprende del colgante que con esa higiénica intención ha sido ubicado en la perilla de sintonía de la radio AM. Un aire de callada nobleza reina en el habitáculo, propio de aquel que se enorgullece de su pequeño rol en el día a día de los habitantes de una bulliciosa ciudad.

A pesar de ya haberse detenido, el conductor no se apura en estirar su mano hacia el taxímetro y dar por terminado el viaje; siente como una falta de respeto el apurar al pasajero de turno, como si estuviera empujándolo a la dura verdad de la calle luego de disfrutar de unos minutos de descanso en esa isla de tranquilidad sobre ruedas. Es aun más cortés cuando es una dama aquella quien ha requerido de sus servicios, y esa cortesía es doble el día de hoy, porque no es otra que Mónica Helguera Paz quien engalana con sus perfectas facciones la imagen que le devuelve el espejo retrovisor.

Rolando Rivas, tal el nombre de nuestro héroe, disfruta brevemente una vez más de esos ojos fulgurantes que (quizás es su imaginación) se demoran una fracción de segundo más de lo acostumbrado al cruzarse con los suyos en el espejo. Desvía el muchacho la mirada hacia algún punto calle abajo, algo avergonzado, y finalmente detiene la marcha del taxímetro, que con una suave campanilla anuncia el fin del recorrido. Un suspiro casi imperceptible precede sus palabras, que desgrana con nerviosismo apenas disimulado.

Rolando: Son dos con treinta.