Estoy convencido de que todo es una cuestión de posición.
Si esta silla, por ejemplo, no estuviera bajo mío sino en la sala de máquinas de un submarino ruso surcando el Mar de Bering, entonces la suave pana que la cubre estaría pronto cubierta de manchas de grasa que el descuidado mecánico Olek Tarevski le infligiría al apoltronarse cansadamente día tras día sobre ella, mientras que yo en este preciso instante caería irremediablemente al suelo.
Si San Telmo fuera un suburbio de Tokio, habría que cambiar las tarifas de las remiserías de la zona, porque no sería negocio cobrarle a alguien cuatro pesos con ochenta para ir a Corrientes y Callao.
Y si mi boca estuviera veinte centímetros más adelante, entonces sería todavía más tuya.