—Hermenegildo, sentate; tenemos que hablar.
—Por supuesto, Azucena, si hablando se entiende la gente.
—Te lo voy a decir sin rodeos: siento que no me tenés en cuenta, que me das por sentada. Tengo seis amantes diferentes y vos, perdido en tu mundo, ni te das por enterado.
—Y, bueno. Cocodrilo que se duerme es cartera.
—Me callé por mucho tiempo, pero llegué a un punto en el que directamente te odio. Detesto tu cara y tu cuerpo me produce arcadas. Aborrezco cada pequeño detalle de tu espantosa personalidad. Y, por sobre todas las cosas, odio la forma pedante y sentenciosa en que hablás.
—Es que del amor al odio sólo hay un pequeño paso.
—También sé que no vas a cambiar nunca. Y decidí asegurarme de que no puedas lastimar a otras como me lastimaste a mí.
—Tené cuidado con eso, Azucena, por favor, que a las armas las carga el diablo.
Y así fue como El Hombre Que Hablaba Siempre En Refranes encontró, en seis certeros disparos, su merecido fin.