Entrando a la habitación, lo primero que se ve es una mesa cuadrada de madera oscura rodeada de cuatro sillas, cada una de ellas prolijamente colocada a cada lado. Atrás y hacia la izquierda, un árbitro de fútbol se deja engañar por un delantero pícaro y cobra un penal inexistente. Los dulces arpegios del xilofonista que se acuclilla algo incómodamente junto a la pared casi no se llegan a escuchar por el estruendo del caza bombardero de bandera congoleña que carretea a lo largo del pasillo. Del techo cuelgan dos chorizos de cantimpalo y cuarenta y seis paragolpes de Ford Falcon, recién cromados. Huele a suavizante de ropa y ejemplares viejos de la revista Condorito. Por detrás de todo, en la pared del fondo, un ventanal muy amplio deja entrar la típica luz de las mañanas del Mediterráneo, aunque estamos en pleno centro de Moscú y es de noche. Es siempre de noche.